Historia

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Vacila Europa

En la vieja Europa los avances materiales eran precisamente calificados de bienes. Y así lo queremos indicar correctamente en el lenguaje común. Pero como tales bienes son medios y no fines

La Razón
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Estamos ya asentados en el III Milenio de la que llamamos Era Común, aunque en realidad nos está recordando el año al que se atribuyera por la Iglesia el nacimiento de Cristo. Es cierto que hubo inconscientemente un pequeño error ya que si aún reinaba Herodes cuando salió a escena aquel niño, este acontecimiento clave tuvo que tener lugar cuando menos el año -5. Esto no importa. Un mundo secularizado que a veces se torna violento contra el cristianismo guarda en el interior de su conciencia el hecho de que los dos Testamentos, antiguo y nuevo, han servido para definir y explicar la trascendencia de la persona humana y que, por consiguiente, en la cultura euroamericana, visible en el mundo entero, las raíces esenciales siguen estando, invisibles tal vez, en ese cambio radical y profundo que se hizo además sin renunciar al patrimonio que la helenidad construyera.

Ahí tenemos la razón que ya invocara Adenauer para que se compren da la necesidad de restaurar Europa en sus valores espirituales o –para decirlo de otro modo– en su contenido moral. Durante muchos siglos, en el fondo hasta las grandes revoluciones del siglo XVIII, la que ahora llamamos Europa usaba con preferencia el nombre de cristiandad. Ignoramos las razones que movieran a Beda el Venerable y otros como él a escoger ese nombre extraído de un mito griego, el rapto por Zeus de la hija de Cadmos. Seguramente como también los discípulos de San Isidoro, quería poner la atención de que no debía renunciarse a nada de cuanto el saber humano había conseguido. Y aquí tenemos una lección muy profunda: las ideologías dominantes se presentan como valores absolutos y reducen a la nada todas las demás formas sociales. Así lo explicaba con aguda claridad hace unos días el Papa Francisco: el marxismo se presenta a sí mismo como descubridor de la pobreza. Fue precisamente el cristianismo quien lo hizo tornándola valor espiritual. La diferencia radical está en otro punto: para el cristiano se torna en virtud cuando es desprendimiento y entrega a los demás. Los materialismos actuales ven en la riqueza un valor absoluto y procuran apoderarse de ella. Ahí está el origen de ese fenómeno que causa preocupación en la política de nuestros días: fraude y corrupción.

Por ahí será necesario comenzar evitando esa divinización del dinero. En la vieja Europa los avances materiales eran precisamente calificados de bienes. Y así lo queremos indicar correctamente en el lenguaje común. Pero como tales bienes son medios y no fines. Deben emplearse en el servicio a los grandes objetivos, familia y sociedad y, en definitiva en el amor al prójimo. Se silencian curiosa mente muchos avances logrados dentro de la que llamamos seguridad social porque, como a veces se ha indicado, el mal y no el bien es noticias. En estos momentos de crisis que Europa padece es muy importante hacer notar que con la nueva era se ha cerrado el siglo más cruel de la Historia y, de nuevo, como en algunas breves etapas anteriores, hemos comenzado a sentirnos verdaderamente «europenses». De ahí el justificado temor que despiertan las posibilidades de cambio que el Brexit y los anuncios de Trump en los Estados Unidos representan. Partir a Europa en trozos sería una vuelta atrás con posibilidad de que renacieran los errores.

Una de las grandes aportaciones de esta cultura europea se encuentra en la definición de la libertad. En el ser humano definido como persona y no como simple individuo de una especie se descubren dimensiones muy variadas que son las que le permiten administrar la naturaleza haciéndola progresar. No es sorprendente que el hombre haya podido poner el pie en la Luna ni puede negarse que muchos otros avances puedan producirse. Pero hay en estas dimensiones dos a las que se asignaba papel esencial: libre albedrío y capacidad racional. El primero es el que permite construir los modos a que debe acomodarse el orden social y el segundo apunta al saber científico. Cualquier historiador sabe que en una y otra dimensión se apoya la superioridad que durante siglos ha podido ejercer Europa. También los errores en que incurriera. La Historia –hoy relegada al rincón de los trastos– es saber imprescindible: mediante ella se aprende tanto de los aciertos como de los errores.

La libertad en nuestros días tiende a identificarse con independencia: se puede hacer todo aquello que no está prohibido por las leyes que los propios hombres fabrican. Y así se exagera la noción del derecho. Pero el libre albedrío significa que la persona humana actúa de acuerdo con sus iniciativas. Acierta cuando hace de él un deber de operar dentro del orden de la naturaleza. Si no lo respeta, puede alterar las bases mismas de la existencia humana e incluso provocar cambios climáticos o sexuales que prácticamente la destruyen. Lo vieron ya los grandes pensadores del siglo XV y lo vemos ahora: es preciso retornar al Humanismo. Y en política, superar las limitaciones que hacen del ciudadano simple depositario en una urna de uno de los papeles que desde las alturas se le proponen como obligación. La libertad puede verse doblegada ante el partido. A eso llamaba Stalin democracia popular, utilizando los mismos términos que ahora el populismo.

La ciencia es un conocimiento de la naturaleza que permite servirla y no servirse de ella. Cuando una sociedad se hace tecnócrata –primer y principal precepto del culto al dinero– se transforma en un simple mecanismo. Roma pasó por esta experiencia y recogió las malas consecuencias. Era capaz de construir acueductos pero fue haciendo del trabajo un mero mecanismo para el fisco. No debemos olvidar que fue aquella europeidad cristiana la que suprimió primero la servidumbre y después la esclavitud, que persistió tiempo y tiempo fuera de ella. Hoy se está reproduciendo en algunos sectores. España fue a este respecto un modelo. No basta con decir: «tú eres libre». Es imprescindible proporcionar los medios para el uso de esa libertad. Respeto a la persona humana y supresión del odio. Aquí está el reto del futuro inmediato de esa Europa que vacila agitada por los populismos.