Parlament de Cataluña
Volcanes también en el oasis
España entera se ha transformado en un terreno volcánico donde día a día alguna pasada corrupción estalla con furia, aunque la lava no llegue muy lejos. En tiempos del ex presidente Jordi Pujol, Cataluña fue calificada de oasis en un país entonces turbulento. Según se asegura, nadie lo creyó, salvo el pueblo llano, que veía al ex banquero, que había hundido Banca Catalana entre otras empresas no menos catalanas, como patriarca de una vieja y a la vez nueva nación bajo el paraguas de la Monarquía. Artur Mas fue su «conseller en cap» y designado sucesor, relegando a Marcià Alavedra, también exconseller (tal vez dispuesto ahora a aceptar tratos con la Fiscalía tras depositar 10,3 millones de euros) y Lluis Prenafreta, secretario general de la Presidencia, ambos encausados en un transversal «caso Pretoria». Los hechos ahora encausados se remontan a los años 2001-2009 y sufrieron ya pena de telediario que se reitera en su ancianidad. También Artur Mas, al que se pretende relacionar con el llamado «caso Palau» y el 3%, dio un paso al lado, empujado por la CUP, que tras la sentencia del 9N pretende acelerar el «procès» con «el referéndum» que, gracias a leyes de desconexión exprés, debería celebrarse cuanto antes, marginando cualquier veleidad pactista como pretende la formación, en pleno y doloroso parto, de Doménech y Colau. Han surgido, tal vez casualmente, muchos volcanes en aquella Cataluña idílica, en la que los negocios subterráneos de algunos políticos han ido aflorando y apenas se observan diferencias con el resto de la España de la Gürtel, de los ERES, de las tarjetas «black», de los múltiples escándalos de la Comunidad Valenciana, de Palma, de supuestos financiamientos en la Comunidad de Madrid y en enclaves menos estruendosos. Esta sobredosis de corrupción coincide con un gobierno en minoría, en una Europa vacilante y sitiada por su tradicional aliado, los EE.UU.
Lo peor de la corrupción es su escaso impacto electoral (así lo entienden también los candidatos a la presidencia francesa), por una más que razonable desconfianza hacia la clase política. Artur Mas considera que los dos años de inhabilitación, los 21 meses de Joana Ortega y los 18 de Irene Rigau, que acaba de imponerles el TSJC, desaparecerán tras la desconexión de los tribunales catalanes con los españoles en otro oasis catalán republicano. Por si acaso, recurrirán a las instancias españolas hasta alcanzar los infalibles tribunales europeos. Carles Puigdemont opina que serán indultados por los votos del referéndum que se celebrará antes o después del verano, porque las fechas dependen del visto bueno de las coherentes CUP. La sentencia, que otros observadores entienden exageradamente benévola, a la espera que el Supremo endurezca la del diputado del PDECat Francesc Homs, no deja de ser una anécdota del camino que diseñó en su día Jordi Pujol, peldaño a peldaño, que habría de transformar el catalanismo en soberanismo. Ahora puede observarse, ya con cierta perspectiva, la encrucijada de una Cataluña dividida en dos mitades, en la que una de las partes está convencida que la única alternativa es constituirse como Estado ante la incapacidad de gobiernos que hasta hoy no han logrado descubrir puentes, si no han sido ya volados, con el resto de España.
En siglos anteriores, como acaba de demostrar el ya jubilado profesor de mi entrañable Universidad de Liverpool, Joan-Lluís Marfany, en su estudio «Nacionalisme espanyol i catalaninat. Cap a una versió de la Renaixença», recién publicado por Edicions 62, que, transgresor, será sin duda poco recomendado en Cataluña, la vocación de catalanizar España, incluso fomentando un siempre problemático nacionalismo español, se remonta al período 1789-1859 y apunta como clave la figura de Milá i Fontanals. Desde los años del pasado siglo, cuando a menudo los viajantes catalanes ofrecían productos de una Cataluña más industrializada hasta hoy que, por su origen son incluso repudiados, se han radicalizado posiciones. El choque de trenes que se augura desde hace años no es otra cosa que el fracaso de la política territorial de gobiernos españoles y catalanes, aunque se mantengan contactos subterráneos que desconocemos. Pero la suma de litigios y corrupciones que llueven sobre la mesa catalana no deja de ser parte de aquel mismo proceso que los políticos reivindican. La figura de Artur Mas, que comparecerá ante el Parlament para justificar la no implicación de la extinta CDC –demostrada y confesada por el prócer Millet– probablemente no llegará a actuar como el líder del PDECat que soñó, aunque figure como protomártir, pero, ocurra lo que ocurra, el sentimiento independentista permanecerá en los más que convencidos, pese a la anunciada Declaración de Roma por el presidente Rajoy. Coincidente, el caso escocés, gracias al Brexit, ha vuelto a la palestra. Sturgeon (SNP), tras el referéndum de 2014, reclama retornar al Orden 30 y convocar de nuevo a los ciudadanos a pronunciarse «antes de que sea demasiado tarde», puesto que Escocia e Irlanda del Norte nunca desearon desvincularse de la UE. Las fuerzas parecen estar también igualadas entre quienes desean permanecer en la Gran Bretaña y los independentistas. Ya la premier británica ha señalado jesuíticamente que en tiempos de zozobra no conviene añadir más inquietudes, pero el gobierno de Rajoy ha corrido a pronunciarse sobre la no admisión de Escocia en la UE a fin de que los catalanes tomen buena nota. El horizonte se oscurece y nos surgen inesperados volcanes por doquier.
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