M. Hernández Sánchez-Barba

Washington, ciudad de la democracia

El presidente Kennedy quería a los mejores; para conseguirlo tenía una capacidad extraordinaria para evaluar a sus colaboradores en el gobierno de la Nación

La Razón
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Junto al río Potomac, Washington D.C. es la capital federal de los Estados Unidos de América del Norte. Una situación decidida por Thomas Jefferson, que es un prodigio de simbolismo patrio. Como capital, se trasladó de Filadelfia al Distrito Columbia en 1800 y, sin tardar, fue inaugurada por el mismo Jefferson en 1801. En ella destacan tres monumentos de mármol que son Memoriales: a George Washington, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln; en la profundidad del sentimiento, los que fueron, de modo particular, instrumentos de poder y comprensión.

Destacan dos inmensas magnitudes arquitectónicas: el Capitolio que, según el historiador Theodore C. Sorensen, es contraste de sabiduría y locura, entre los objetivos presidenciales e ideas y teorías antagónicas; o también entre ideales políticos e ideologías. El otro gran edificio es el Pentágono, el gobierno de la potencia armada, que vigila y actúa, si resulta necesario, por la supervivencia y la seguridad nacional. Arlington mantiene las tumbas de los jóvenes norteamericanos que dieron respuesta al «toque de llamada». Presidiendo todo, la Casa Blanca, sede del poder ejecutivo, residencia del Presidente de la Nación. La tumba del presidente John F. Kennedy, asesinado en Dallas, cuya vida y acciones presidenciales vivieron profundos planteamientos de conciencia en las más comprometidas tomas de decisiones registradas en los años de la bipolaridad, que conocemos por el citado historiador, que nos revela tanto los errores y la actitud de Kennedy en su relación presidencial con los cuatro frentes internos presidenciales: prensa, Congreso, magnates de la industria y jefes del Alto Estado Mayor, porque Sorensen fue testigo inmediato de la presidencia, desde la formación de su equipo, así como incluso la evolución de sus creencias personales sobre los derechos civiles, control del armamento y acuerdos con la Unión Soviética acerca de la limitación de la potencia nuclear.

Washington, ciudad capital, fue escenario presidencial de John F. Kennedy y éste, la fortuna de tener a su lado un gran historiador que dejara retratado de un modo admirable al hombre y al presidente, que hizo triunfal la complicada época que le tocó gobernar Estados Unidos, cabeza del mundo occidental. Así podemos saber cómo Kennedy comenzó a trabajar en la composición de su equipo para formar un gabinete ministerial para el que profirió nombres poco conocidos en política, antes que figuras de su partido, tales como Dean Rusk o Mac Namara, Ribicoft, Udall, Goldberg, siempre prefiriendo la inteligencia y competencia en el ejercicio del cultivo de la política nacional que también incluía la política internacional, de mayor compromiso. Teniendo en cuenta que ser en Estados Unidos miembro de gabinete era un sacrificio enorme, porque los ejecutivos federales cobran sueldos ridículos comparados con los que percibían en puestos de empresas.

Kennedy quería un gabinete brillante, de auténticos talentos. Antes de ser senador y presidente sus contactos y amistades personales se agrupan en dos campos: política y periodismo; sus consejeros eran elegidos cuidadosamente, por su preparación especializada en temas diversos, como ocurre con Paul Samuelson (economía y finanzas), Jerome Wiesner (cuestiones científicas) o Chester Bowles (asuntos extranjeros). El presidente Kennedy quería a los mejores; para conseguirlo tenía una capacidad extraordinaria para evaluar a sus colaboradores en el gobierno de la Nación. Hombres universitarios con estudios de altura, hombres capaces de pensar y actuar y, de modo especial, gente con buen criterio. Los que no fueron seleccionados criticaban el modo de hacerlo. Un economista del «Nuevo Trato» apuntaba que se había rodeado de «demasiados hombres de negocio y banqueros», y un potentado comercial, de «excesivos teóricos e intelectuales». Lo que no era en absoluto cierto. Muchos de los seleccionados eran «becarios Rhodes», que debían estudiar tres años en Oxford. Y otros habían sido estudiantes en Harvard.

El equipo estaba realmente dividido en dos campos: intelectuales, llamados «cabezas de huevo», y políticos, que todo el mundo conocía como «la mafia irlandesa»; todos actuando en sus puestos con absoluta libertad y propio sentido de la responsabilidad. Todos cumplían con competencia las misiones encomendadas.