Historia

Castilla y León

La colores de la tradición

La colores de la tradición
La colores de la tradiciónlarazon

Comienzo de la serie que narrará los orígenes y antecedentes de la bandera española, la cual nació como emblema de la Real armada en 1785.

Me propongo versar sobre los orígenes de la bandera de España que nació en 1785 como emblema de la Real Armada, con unos antecedentes clarísimos, y que tuvo desde el momento de su nacimiento la condición de «bandera nacional»; sobre las razones pragmáticas, políticas y sentimentales de la elección de su escudo y sus colores, de las que unas son conocidas y otras menos; sobre el éxito rotundo de la elección real y la rapidísima difusión, hasta donde las circunstancias permitieron, de la nueva enseña; sobre el reconocimiento oficioso de la misma durante la Guerra de la Independencia; y, finalmente, sobre la adopción definitiva por las unidades del Ejército de Tierra y las vicisitudes de la bandera durante las dos repúblicas y la época actual.

«Bandera» equivale a medio óptimo de manifestar alegóricamente la soberanía, la realidad nacional, y como tal ha sido adoptado generalmente. El soporte textil, cuya ligereza permitía ser grande y expuesto a gran altura, posibilitaba trazar los símbolos, bordarlos, que no es otra cosa que pintar con gruesas agujas y ricos hilos, o ya en nuestros tiempos, imprimir ese ideograma. La tela podía asimismo ser teñida con los colores propios que, también con el tiempo, llegarían a constituir un símbolo del símbolo. La comodidad que representaban las banderas determinó que acabaran sustituyendo incluso a los escudos pétreos de las embajadas y legaciones, colocados en gran tamaño y en la puerta principal de acceso, y que durante largo tiempo compartieron, junto con las banderas militares y navales, la representación patria. La bandera nace como emblema terrestre militar, porque la fuerza es la manifestación más elemental del poder, dependiente o soberano, y en los campos de batalla sirve para diferenciar a dos bandos enfrentados; es el «signo militar baxo del qual se alistan y colocan los soldados», como la define Moreri. Signo que debe ser grande y visible, que debe poder desplegarse para manifestar la información que transmite. El término «estandarte» proviene del anterior «estendal», que alude precisamente a esa posibilidad de manifestarse extendido, que le proporciona el paño al tremolar al viento.

Debe ser colorido y distinguible y, por lo tanto, sencillo, al menos hasta que otras circunstancias de orden más político que pragmático entraran en juego. El Estandarte Real de Castilla no fue originariamente sino una bandera «nacional», en la que no se representaba toda la heráldica del monarca reinante, sino sólo los reinos de Castilla y León, desde tiempos de Fernando III el Santo, en que se introdujeron en la «seña». Así como los escudos, plasmados en ese arma individual de la que reciben el nombre, se generalizan para representar a toda una colectividad, las banderas acaban siendo también motivos aglutinadores que, de distintivos personales, pasan a convertirse en expresión común de vinculaciones, objetivos e ideas.

El mar impone, sin embargo, sus criterios y costumbres, ya que, paralela, si no anteriormente es, también y desde siempre, un mundo de banderas, donde se manifiestan éstas en todos sus múltiples significados. Porque históricamente en este medio han sido formas de identificación en un panorama en el que hay pocas: han servido como manifestaciones de alegría en forma de «engalanado», para celebrar victorias o festejar el nacimiento de un príncipe o infante; han sido expresiones de tristeza, enlutadas o bien «amorronadas», es decir, arrugadas con un nudo central, como la más antigua manifestación de duelo; han sido llamadas de rebato ante cualquier contingencia y alerta de peligro respecto a los demás, avisos de epidemia a bordo o de transporte de mercancías peligrosas, como la pólvora; han sido manifestación de intenciones agresivas, como los paños rojos o negros de los que no dan ni pretenden recibir cuartel, y sobre los que no hay constancia de que se dibujasen en ellos la calavera con las tibias cruzadas que atribuyen las películas de género a los piratas. Incluso han llegado a constituir un sistema de comunicación visual propio: el llamado «código de banderas». La bandera marítima ha querido además participar en la propia navegación del buque como modesto instrumento, pero necesario en su simpleza, a través de una de sus manifestaciones más elementales: el alargado gallardete que los antiguos denominaban «penel», manifestación de la fuerza y dirección del viento y predecesor del catavientos.

Mantener la identidad

Por lo que respecta a la bandera principal, la identificativa de la nacionalidad del buque, que en Marina recibe el nombre de «pabellón», no difiere en lo básico de la terrestre, manteniendo los mismos escudos y piezas propias de su identidad, comunes a todas, y que, por otra parte, pueden ser enormemente diversas en tamaño, formas y distribución de los dibujos del paño. La mayor ventaja de la bandera naval era la posibilidad de «pasear el pabellón», de darlo a conocer por todos los puertos y rutas marítimas del mundo. El color –o colores– es especialmente importante, tanto que durante el largo periodo en el que Inglaterra fue la reina de los mares, la orden de identificación que exigía a cualquier buque con que se topase era la de «show your colours!» («¡muestra tus colores!»). Enormemente conservador de sus tradiciones, este mundo ha gustado de combinar «a son de mar» sus colores distintivos: lo hizo la marina catalanoaragonesa, al trasladar a este medio sus palos verticales –oro y gules–, convirtiéndolos en franjas horizontales que, paralelas a la línea de flotación y movidas por el viento, imitaban las ondas marinas; lo hizo Holanda, con la bandera que data del siglo XVI y que heredaron los Países Bajos –rojo bermellón, blanco y azul cobalto en franjas horizontales–, y con anterioridad lo había hecho el Flandes español con su bandera marítima, franjeada de azul y blanco; Pedro I, el creador del poder naval ruso, instituiría hacia 1725 la roja, azul y blanca en bandas horizontales; y, no porque sí, lo haría Carlos III con las dos banderas de franjas que eligió para su Marina –de guerra y mercante– en 178. Por su parte, cuando, bien entrado el siglo XIX, los patriotas griegos piensan en una bandera, escogen una naval, con cantón como la de la Royal Navy, y nueve franjas azul «marino», en recuerdo de su misión cultural universal y su difusión por esta vía marítima. La forma rectangular o «cuadrilonga» la va a terminar imponiendo también la Marina, ya que facilita la visión en calma, ampliando el paño en lo que interesa, que es la horizontalidad de unas franjas de colores. En materia vexilológico-simbólica, será asimismo el mundo naval quien lleve la iniciativa.

Históricamente, el estandarte real es uno y las banderas son múltiples. Todos representan la soberanía que encarna el rey, aunque el primero es, a la vez, distintivo que anuncia la presencia del monarca o de su lugarteniente. Es la bandera principal, aunque comparta algo de su representatividad con sus hijas menores.

Con anterioridad a la unificación de España, los reinos constitutivos cuentan con un símbolo textil que los representa con independencia de la dinastía que los rige. La «seña» es la propia del rey en su condición titular del reino, y poco o nada tiene de personal; por ello, cuando Enrique I quiebra de forma violenta la legitimidad dinástica que Pedro I encarnaba, la bandera no varía. Aragón, desde su unión con el condado de Barcelona en 1137, había adoptado las armas de éste, en virtud de convenio matrimonial y sucesorio entre ambos, por el que las insignias del primero se llevarían en adelante en la cimera y las de Cataluña en el escudo, que daría forma y color a la bandera. Al acceder al trono aragonés el infante don Fernando de Castilla en 1410, el estandarte-bandera no se altera, ni se introduce en él ningún aditivo de la nueva dinastía castellana. La enseña en ambos reinos era antigua y a la vez de criterio moderno, como lo puede ser hoy en día la de la Confederación Suiza: cuadra, de cruz blanca sobre fondo rojo, que no es otra que la medieval del cantón central de Schwiz, convertido en embrión de la colectividad nacional superior. Los tiempos «dinásticos» estaban aún por venir. Al producirse la unión de Castilla y Aragón, sólo el complejo estandarte real, puro escudo sobre tela, representa la nueva nación, manteniendo Aragón y Castilla sus enseñas y empresas propias por algún tiempo. La adición de Navarra y Granada se representará también en el mismo.

Necesidad del signo común

Con la herencia borgoñona, la monarquía española adquiere una extensión territorial y patrimonial que excede enormemente los límites geográficos originarios y el estandarte vuelve a representar el nuevo conjunto formado; al complicarse, surge la necesidad de adoptar un signo común: la cruz de San Andrés, símbolo inicialmente dinástico que acabará por identificarse como «español» y que perdurará largamente. Se coloca ya en colores diversos, pero con preferencia del rojo, sobre el paño de las cuadras banderas particulares de los capitanes y que también pasa a las escuadras de galeras, a las armadas de bajeles y a los buques individuales, tanto de guerra como comerciales, distinguiéndose los de guerra –propiedad de la Corona– por incluirse el escudo con las armas reales. Tras la creación de España, se van a teñir determinadas prendas de la tropa que, carente aún de uniformes, precisa diferenciarse y reconocerse en el fragor y confusión del combate del rojo bíblico compartido por Aragón y Castilla. Aparecen en este color obligatorio los brazaletes del soldado y las ricas bandas de damasco de los oficiales y, más tarde, cuando la moda lo imponga, también las escarapelas y hasta las rosetas de ligas y zapatos, mientras el resto del vestuario es electivo. Calderón, entre todos nuestros clásicos, fue el que mejor supo interpretar el diferente simbolismo del color y de las armas borgoñonas combinados; de una nacionalidad dentro de un imperio: «De qué nación sois? - La banda/ -creí que os lo huviera dicho./ Vassallo de España soi,/ Borgoña es mi patrio nido».

Lo cierto es que este fenómeno cromático se da por todas partes: los Valois escogen el azul; los Borbones navarros el blanco, que trasladarán después a Francia, a España y a Nápoles; y los holandeses el naranja, por el color de su estatúder de la casa de Orange. Los cascos de los buques, a su vez, se pintan de rojo y sus partes más destacadas, como el león o mascarón de proa, se doran, y con motivo de una festividad señalada o de la entrada en combate, se engalanan con el «empavesado general», por el que bordas y cofas se revisten de franjas de tela carmesí; pero lo que es más importante: el pendón o estandarte real, que ostenta un escudo completo, se define como aparentemente monocromo en su paño –damasco carmesí–, aunque, en realidad y por ir recamado en oro, siendo también sus flecos dorados, se trata de una combinación que ya nunca se echará al olvido. La combinación rojo-amarillo resultó triunfante y pasó gloriosamente a nuestra literatura a través de los versos de Lope de Vega en su descripción poética del orto solar: «Salía por donde suele/ el sol, muy galán y rico/ con la librea del Rey:/colorado y amarillo». Estamos hablando ya de colores «nacionales».

En resumidas cuentas, mucho antes de que se reconozca al pueblo como verdadero depositario de la soberanía, éste ya estaba y se sentía representado en la bandera-estandarte; por ello, al llegar la hora en que se produzca tan radical cambio de concepción del Estado, las banderas que, como la española, tengan verdadera base tradicional, y no sólo en el escudo en ellas dibujado, sino también en sus colores, no sufrirán en su apariencia y mensaje fundamentales, sino menores y poco duraderas transformaciones. Es en este momento histórico cuando nace el significado profundo de nuestra enseña nacional, hija de las dos banderas principales que correspondían a los reinos fundadores que ya contaban con las propias, mucho más características de los reinos gobernados que de los reyes titulares o de sus linajes.

Esta identificación pueblo-símbolo que asume su historia como parte de su esencia y de su personalidad, se reconocerá en dos momentos: en 1785, con la creación de la nueva bandera de la Armada carolina, y en 1843, cuando se adopte la bicolor en tres franjas como bandera universal de las fuerzas armadas y «verdadero símbolo de la monarquía», interpretada esta última, no como sistema de gobierno, sino como nación histórica.