Restringido
La lluvia de estrellas, sin interferencias
Los cielos despejados en la Península permitirán contemplar las «lágrimas de San Lorenzo» en todo su esplendor
«Assum est, inqüit, versa et manduca». Con estas palabras cuenta la hagiografía que se regodeó San Lorenzo de sus torturadores mientras le quemaban al fuego de una parrilla el 10 de agosto del año 258. «Asado está, parece, dadme la vuelta y comed». 2.000 años después seguimos recordando en las medianías de agosto la figura del santo patrón oscense pero ahora lo hacemos mirando al cielo. En la madrugada del día 12 y en la noche entre el 12 y el 13 volverá a tener lugar, como todos los años, la lluvia de estrellas más famosa y seguida de todas las que se producen en el calendario: «las lágrimas de San Lorenzo» o, como realmente la conoce la ciencia astronómica, la lluvia de meteoros de las Perseidas.
Este año, además, tenemos ciertas esperanzas de que el espectáculo sea especialmente brillante. La Luna acabará de salir de la fase de Luna Nueva, por lo que su luminosidad no será un impedimento. Por si fuera poco, en buena parte de la Península, la Agencia Estatal de Meteorología anuncia cielos despejados. Sólo los habitantes del tercio norte tendrán alguna dificultad para contemplar las estrellas por culpa de la nubosidad. Así que es un momento excepcional para tratar de cazar algunas de las 100 estrellas fugaces que atravesarán el cielo cada hora.
Viaje de partículas
Una lluvia de estrellas es el resultado de un preciso juego de billar cósmico. En su órbita alrededor del Sol, la Tierra se encuentra periódicamente con nubes de fragmentos depositados por la cola de algunos cometas. Los cometas son bloques de hielo y polvo que también orbitan el Sol pero describiendo giros mucho más largos y lentos que los de nuestro planeta. Cuando se acercan al Astro Rey, el calor y el viento solar desprenden de ellos una algarabía de partículas, como si el Sol soplara en la nieve que encanece su superficie generando un spray de motitas blancas. En el espacio nada se pierde, y esa nube de restos diminutos queda atrapada también por la gravedad solar flotando para siempre (o casi siempre) junto a planetas, meteoritos, asteroides, cometas y el resto del vecindario cósmico. Cuando, en su movimiento orbital, la Tierra atraviesa una de esas nubes, millones de las partículas que las forman entran en nuestra atmósfera y allí se descomponen, se incendian y desaparecen dejando un brevísimo fulgor visible desde el suelo. Son partículas del tamaño de un grano de arena (las más grandes parecen un garbanzo enano) que viajan a unos 60 kilómetros por segundo, ardiendo al rojo vivo a 100 kilómetros de altura sobre nuestras cabezas. Así nace una estrella fugaz.
Vistas desde nuestra posición de observadores curiosos, parecen proceder todas del mismo punto del cielo, en las proximidades de la constelación de Perseo (de ahí su nombre de Perseidas). Pero no es más que un efecto visual que engaña a nuestros ojos; en realidad, las partículas vuelan en paralelo hacia nuestro punto de observación como insectos que chocan en el parabrisas del coche. Pero como la Tierra se mueve a gran velocidad en dirección contraria, nos da la sensación de que todas vienen del mismo punto. Ocurre lo mismo que con los raíles de las vías del tren, que parecen unirse en el horizonte aunque sabemos a ciencia cierta que nunca lo harán.
El primer registro histórico de la observación de esta lluvia de las Perseidas data del año 36 antes de Cristo. Un anal astronómico chino relata que «más de 100 meteoros han volado esta mañana allá en el cielo». De hecho, los observadores asiáticos llenaron la literatura astronómica de referencias a esta lluvia de verano desde el siglo VIII al XI de nuestra era. En la Edad Media se unió el fenómeno astronómico al calendario religioso, ya que las lluvias de estrellas parecían más activas en las proximidades de la celebración del martirio de Lorenzo, el 10 de agosto. Pero no fue hasta 1835 cuando se descubrió que esas estrellas fugaces inusuales seguían un preciso ciclo anual. Lo calculó el astrónomo belga Adolphe Quételet. Poco después, el italiano Schiaparelli fue el primero en sugerir el origen físico de estos meteoros, que hoy está plenamente confirmado: proceden de la cola del cometa 109P/Switf-Tuttle, que gira alrededor del Sol una vez cada 133,28 años.
Todos estos datos podrán servirle para pasar el rato mientras se tumba la noche de autos y, pacientemente, espera a empezar a ver el brillo de las estrellas fugaces sobre su cabeza. Cosa que logrará más fácilmente si sigue los consejos que le damos en estas mismas páginas.
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