Cansado pero no enfermo

La renuncia por sorpresa de Benedicto XVI por «falta de fuerzas» adquiere cierta lógica si se tiene en cuenta la avanzada edad del Pontífice –cumplirá 86 años el próximo 16 de abril–, y los numerosos achaques que han afectado al Papa en los últimos años. A pesar de los rumores aparecidos que apuntaban a que su memoria ya no era tan lúcida como de costumbre –se ha llegado a hablar de la posibilidad de que sufriese alguna enfermedad neurodegenerativa–, el Vaticano se ha apresurado a asegurar que se trata sólo de una cuestión de fuerza física, no de ninguna enfermedad. De ahí el momento elegido para la renuncia. Mejor ahora, cuando las fuerzas empiezan a flaquear, que no cuando los problemas de salud le lleven a un declive físico inexorable. El Pontífice ha pasado ya por varios accidentes cerebrovasculares: en 1991 tuvo que ser ingresado por un ictus, que se repitió en 2003 y en 2005. A pesar de que logró recuperarse, sí pudieron observarse ciertas secuelas en su rostro. A esto hay que sumar otros efectos propios de su edad, como son la hipertensión y la artrosis que sufre en su cadera. De hecho, en su estado están desaconsejados los viajes trasatlánticos o a destinos a más de 2.000 metros de altitud, situación difícil de compaginar con un «oficio» que requiere viajar por todo el globo con asiduidad. La gran responsabilidad y exigencia a la que se ha visto sometido durante su pontificado podría haber acelerado su deterioro físico más allá de lo habitual para una persona de su edad, causándole una fatiga que dificulta su labor. Además, se especula con que el Papa podría sufrir problemas de visión en su ojo derecho, también a causa de la edad, así como de movilidad. Por si todo esto fuera poco, Benedicto XVI ha sufrido varias caídas: en 1992 recibió diez puntos en la cabeza tras una caída en el cuarto de baño y en 2009 se fracturó la muñeca tras una nueva caída.