La sucesión de Benedicto XVI

De viñador a peregrino

La Razón
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Al comparecer en el balcón de su residencia de Castel Gandolfo, Benedicto XVI, todavía Papa por algunas horas, se ha definido como un «peregrino que afronta la última etapa de su peregrinación en la Tierra». Me han venido a la mente otras palabras que pronunció nada más ser elegido Sucesor del apóstol Pedro desde la «loggia» de la Basílica Vaticana : soy «un humilde trabajador en la viña del Señor». Entre estas dos frases hay casi ocho años de pontificado cuyas características han sido la solidez del magisterio y la coherencia con una fe personal vivida en comunión con una Iglesia atravesada de momentos difíciles y sacudida por tensiones muy fuertes.

Al haber tenido el privilegio de haber acompañado a Joseph Ratzinger en estos años me siento obligado a testimoniar mi admiración por su persona, que no tiene nada que ver con la papolatría. A diferencia del que nos espera, el cónclave que lo eligió en abril de 2005 se abría con una candidatura muy sólida –la suya–, ya que en el colegio de los cardenales no había ninguno que pudiera competir con él humanamente hablando. Bastaron, en efecto, cuatro votaciones para que alcanzara la mayoría de dos tercios más uno y, por lo que hemos sabido después a través de filtraciones fidedignas, ningún otro cardenal logró nunca rozar esa mayoría ni de muy lejos.

¿Qué vieron en Ratzinger los cardenales? Una fe sólida, anclada no en el fideísmo, sino en la convicción de que fe y razón no son disociables sino que van unidas en la búsqueda de la verdad que, para los creyentes, no es otra cosa que la persona de Jesucristo. A esa virtud teologal encarnada en su persona se unía una personalidad grotescamente definida por algunos medios de comunicación como la del «panzer cardenal» o el «pastor alemán». Caricatura que no resistía el análisis y que sólo ha pervivido alimentada por los prejuicios y la cerrazón mental. Ratzinger era muy distinto: un hombre afable, dialogante, dispuesto a comprender las razones opuestas a sus ideas, convencido de que incluso en el error puede haber semillas de verdad, capaz de escuchar y de no imponer a nadie nada por la fuerza.

El análisis y la ponderación de sus años de pontificado es asunto muy complejo porque ha sido un periodo de la historia eclesial nada fácil. ¿Puede alguien negarle su inflexibilidad ante el escándalo de la pedofilia de algunos sectores –minoritarios– del clero católico? ¿No ha dado pruebas de querer transparencia en la gestión de las finanzas eclesiásticas y de instituciones ligadas a la Santa Sede? ¿Cómo explicar, por ejemplo, que en estos años se haya obligado a dimitir a varias decenas de obispos de comportamientos injustificables? ¿Es intelectualmente admisible que se le haya presentado como un hombre solitario, huraño, desprovisto de emociones y de afabilidad en el trato con todos, cristianos o no, religiosos o ateos? Que haya acertado más o menos en la elección de sus colaboradores es un interrogante perfectamente lícito. Que haya dado menos importancia que la que algunos reclamaban en la reforma de la Curia romana es una cuestión abierta a la libre discusión.

En su última visita a Milán tuvo un encuentro muy afectuoso con el ya muy enfermo cardenal Carlo María Martini. Ambos hablaron sin ambages y coincidieron en que la Iglesia del mañana, de ese mañana que ya se forja hoy, debería ser más evangélica, más pura, más cercana a los pobres y a los que sufren, marcada por la comunión y el servicio. Son los mimbres que Ratzinger deja a su sucesor para que con ellos trabaje como lo hizo el «humilde trabajador de la viña del Señor», que trascurrirá su peregrinaje terreno más cerca de Jesucristo en el retiro y la oración.

*Corresponsal de Antena 3 en la Santa Sede