Actualidad

Dos papas santos

Del escepticismo al puro convencimiento

Testigo directo

Floribeth
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Perdona, Floribeth, pero no me creo nada. Te he visto con la mantilla negra, posando ante el altar que has instalado; recién salida de manicura y mechas. Te he oído contar lo de los «brasitos» y llorar en cada reportaje desde hace dos semanas. Te he juzgado. Me he reído.

Pero ya no me tengo que creer nada. Ahora que te he conocido, sé que es cierto. Tú no lo sabes, pero cuando te pregunté si podía darte dos besos después de la entrevista, en realidad me estaba disculpando. La mujer que yo miraba con recelo y escepticismo es, en realidad, un ama de casa buena. Una señora que le ha perdido el miedo a la muerte. Una madre de familia que el 1 de mayo de 2011 estaba desahuciada y que hoy está en Roma sentada en primera fila sin un solo defecto físico. Bueno, dices que te sobran unos kilos, pero eso ya lo decías antes del aneurisma.

Ahora tengo la certeza de que vas en serio. Me ha contado tu hijo mayor que él estaba ese día en la cocina, cuando apareciste tan campante. Sé que el pequeño dormía en una silla junto a tu cama para poder meter sus pies bajo tu cuerpo y darse cuenta así cuando te fueras. Y he estado con el doctor que ejerció de «abogado del diablo». Ése sí que iba a pillarte. Pero entre todos ellos y tu mano –esa temperatura, esa energía– me habéis descolocado los prejuicios. Que sé que no estás loca, vaya, y que lo último que quieres es lucirte.

¿Sabes cuándo acabé de convencerme? Cuando escuché contar a Sor Adele Labianca cómo fue el milagro de Juan XXIII. Ella era la enfermera de Sor Caterina, una monja también moribunda en mayo de 1966: «Estaba sola. Sentí una mano sobre el estómago y una voz que me llamaba del lado izquierdo. ''¡Sor Caterina!''. Asustada al sentir la voz de un hombre, me giré y vi de pie junto a mi cama al Papa Juan. «Sor Caterina, me has rezado mucho, y también tus hermanas. Me habéis arrancado del corazón este milagro, pero ahora todo ha terminado; tú estás bien, y ya no tienes nada». Ella se levantó y, estupefacta, tocó el timbre para que vinieran las demás. «¡Estoy curada! Tengo hambre, tengo ganas de comer». Y, efectivamente, comió –refiere Sor Adele, encargada del hospital donde la enferma había ingresado con una gruesa perforación en el estómago y peritonitis aguda– y la herida estaba ya cerrada. Las radiografías no encontraron ni rastro».

Supongo que te suena. Tú misma me has contado que los médicos no te daban ni un mes de vida, que esperabas la muerte. «Puedes durar una hora, cinco minutos, una semana, pero al mínimo esfuerzo va a reventar la arteria y vas a morir», te habían dicho los médicos. Pero tú también oíste una voz. «Esa madrugada, a pesar de los medicamentos, logré despertarme y ver una parte de la beatificación de Juan Pablo II, que en Costa Rica era de madrugada. Me quedé dormida y, de repente, me sobresalté. Eran las 8 de la mañana y escuché una voz en mi dormitorio. «¡Levántate! ¡No tengas miedo!». Era la voz profunda del Papa polaco, que me hablaba en español y me repetía: «¡Incrédula! ¡Levántate!». Me asusté. Yo estaba sola».

En fin, que el resto de la historia ya nos lo sabemos. Yo no digo ni que sí ni que no, pero los dos relatos son demasiado parecidos como para hablar de coincidencia. Y tú repites cada vez que «el que quiera creer, que crea». Yo sólo sé que he tocado a una viva que tenía que estar muerta. Y es que no te lo he dicho, pero mi padre se llama Tomás.

*Corresponsal de la cadena Cope en la Santa Sede