Francisco, nuevo Papa

El poder, al servicio del débil

La Razón
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Un mensaje ecologista. Eso habrán pensado los que hayan leído o escuchado superficialmente la homilía del Papa Francisco, pronunciada en la Misa de inicio de su Pontificado, ayer en San Pedro.

Ciertamente, Su Santidad habló reiteradamente de la defensa de la naturaleza e incluso evocó el espíritu del patrono de la ecología, San Francisco de Asís. Y no cabe duda de que este mensaje sintoniza con las inquietudes de millones de seres humanos que ven cómo la naturaleza está siendo destruida en aras de un progreso insostenible y suicida. Pero lo que el Papa Francisco dijo era mucho más que eso; en realidad, ese mensaje era la excusa, la justificación, para decir algo mucho más importante.

Empezó el Santo Padre hablando de San José –era su fiesta litúrgica– y se refirió a él como el «custodio». Pero un custodio de María y de Jesús que ejerce su importantísima tarea «porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y, precisamente por eso, es más sensible aún a las personas que se le han confiado».

Por lo tanto, su primer mensaje estuvo dirigido a reivindicar algo que el hombre de hoy ha olvidado: Dios no es un rival del hombre, no es su competidor, sino su mejor amigo, su aliado. Y lo es sobre todo de las personas más débiles y, por supuesto, de la propia naturaleza, que ha sido creada por Él. Si quieres amar al prójimo y sin quieres evitar la destrucción de la Creación, viene a decir el Papa, acércate a Dios.

Partiendo de ahí, Francisco insiste en la especial importancia que tiene la relación con Dios para llevar a cabo esa obra buena que todos, aparentemente, quieren hacer, la de la ecología y la caridad: «Guardemos a Cristo en nuestra vida para guardar a los demás, para salvaguardar la creación».

Desde ahí, desde esa relación con Dios, se tiene la visión de lo que hay que hacer y la fuerza para hacerlo. Desde ahí invita a «custodiar a la gente, preocuparse por todos y por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestros corazones».

La segunda gran cuestión que el Papa afronta, muy inteligentemente y también con mucha delicadeza, es la de la corrupción. Ésta es otra de las grandes preocupaciones del hombre de hoy: la corrupción de sus representantes públicos que, en América pero no sólo allí, es una de las principales causas de la pobreza y de las trágicas desigualdades sociales. Sin embargo, el Papa Francisco no habló de ello directamente, aunque estoy seguro de que los «poderosos» del mundo que le escuchaban debieron darse por aludidos.

«El verdadero poder –les dijo– es el servicio». Y también: «Sólo el que sirve con amor sabe custodiar». Naturalmente que no se refirió sólo a ellos, aunque los citó explícitamente, sino que habló de sí mismo, de la misión del Papa, cuyo ejercicio iba a comenzar para él a partir de esa misa: «También el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de San José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, a los más débiles, a los más pequeños».

El Papa Francisco ha mostrado sus cartas y ha planteado abiertamente lo que él desea hacer en su pontificado. Será un pontificado de servicio y de cercanía a todos los que sufren. Será un ejemplo para los poderosos de este mundo. Y lo será precisamente porque está basado en Dios. Un Dios que es la infinita misericordia. Un Dios del que no hay que tener miedo, lo mismo que no hay que tener miedo, fueron palabras suyas en la homilía, «de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura».

Millones de personas le siguieron ayer por los medios de comunicación. Cientos de miles en directo en San Pedro. Ahora todos lo saben: la Iglesia es la custodia del amor y de la misericordia.