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Germámicus: Como alemán, quiso corregir los grandes males del pasado

Benedicto XVI ha sido el mejor ejemplo del alma germana y una demostración viva de que la gran teología del Siglo XX se escribe prácticamente en su idioma natal.

Germámicus: Como alemán, quiso corregir los grandes males del pasado
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Hace apenas unos años, la idea de que un alemán pudiera ocupar el trono pontificio resultaba punto menos que disparatada. No se trataba sólo de la sucesión secular de Papas italianos –una circunstancia concluida, presumiblemente, de manera sólo temporal con la elección de Karol Wojtyla–, sino de un cúmulo de circunstancias de no escasa importancia. En primer lugar, Alemania había dejado de ser una nación de mayoría católica ya a inicios del siglo XVI con el estallido de la Reforma. A eso se habían unido episodios como la Kulturkampf y, sobre todo, hechos contemporáneos como la influencia de los obispos alemanes para que la Santa Sede firmara un concordato con Adolf Hitler o, todavía más doloroso desde una perspectiva moral, el Holocausto. Un alemán parecía –por decirlo suavemente– poco indicado para suceder a Juan Pablo II por mucho que hubiera sido, según se decía, el que había redactado todas sus encíclicas.

En el caso de Joseph Ratzinger, se sumaban otros dos aspectos poco atractivos. Siendo niño había formado parte de las Hitlerjugend y, seguramente, existiría constancia gráfica del hecho y, para remate, una prima es testigo de Jehová, una secta norteamericana cuyo segundo país en número de miembros es Alemania. Sin embargo, Ratzinger reunía al mismo tiempo muchos de los mejores aspectos en los que podía pensarse tras el Concilio Vaticano II. Es cierto que sus detractores se apresuraron a publicar una foto en la que, con ropa talar, realizaba el saludo hitleriano –un grosero montaje en el que Ratzinger sólo celebraba misas y se había omitido el otro brazo también extendido. Si acaso Ratzinger había salido de las Hitlerjugend, de pertenencia obligatoria para todos los niños y jóvenes alemanes, y, seguramente, se había librado de formar parte de las Juventudes Comunistas porque vivía en la zona de Alemania ocupada por los aliados y no por Stalin.

Lo que vino después fue genuina y positivamente alemán. De entrada, Ratzinger era un ejemplo claro de que la gran teología católica del siglo XX se escribió de manera prácticamente exclusiva en alemán. Por eso mismo, Ratzinger –que confesaba que su compositor favorito era el más que protestante Bach– pudo señalar casi desde el inicio de su pontificado que Lutero tenía razón al hablar de la justificación por la fe. También por eso mismo, pudo publicar una trilogía sobre Jesús pidiendo que fuera examinada como escrita no por un Papa, sino por un teólogo.

Pero, sobre todo, como alemán que deseaba ser decente y corregir los grandes males del pasado, abordó dos temas especialmente espinosos como fueron la pederastia en el seno del clero y el Holocausto. En la primera cuestión, actuó con enorme resolución levantando el velo y sancionando a aquellos que habían disfrutado de protecciones indebidas en tiempos recientes. En cuanto a la segunda, tuvo la notable gallardía de protagonizar un gesto como visitar Auschwitz en 2006. Llegaba así al símbolo del horror en el siglo XX, al culmen de la vergüenza histórica de Alemania e incluso a un lugar que recordaba algunos de los peores ataques de los que ha sido objeto el también Papa Pío XII. Benedicto XVI se acercó hasta la fábrica de asesinar para recordar que hubo un Holocausto y que no podía olvidarse cuando algunos regímenes, como el religioso de Irán, se empeñaron en convocar congresos para negarlo y también para dejar de manifiesto que lo más siniestro de la naturaleza humana puede anidar incluso en la nación más culta, más cívica y más leída de la Tierra, la misma en la que él había nacido.

En 2009, visitaba Tierra Santa –incluyendo las zonas controladas por una administración palestina–, acercándose a uno de los temas más delicados de la diplomacia vaticana de las últimas décadas, la reticencia a la hora de reconocer un Estado establecido sobre el solar milenario judío. Durante su breve pontificado, Ratzinger ha dejado muestra de no poco de lo mejor del alma germana: el deseo de ser obediente a las leyes, el estudio serio, el rigor intelectual, la melomanía... Al final, ha sumado otro aspecto que tantas, tantísimas veces situó a Alemania a la cabeza de las naciones. Me refiero al pragmatismo que permite absorber las últimas innovaciones porque son buenas y no porque sean fruto de una moda.

Benedicto XVI no es el primer Papa que abdica –ni siquiera el sexto–, pero sí es el primero que da ese paso desde una perspectiva totalmente contemporánea. Es esa perspectiva contemporánea la que dice que no es obligado morir en el puesto porque, desde esta madrugada en términos históricos, la jubilación es un hecho y porque, por añadidura, a nadie, ni siquiera al Papa, se le puede exigir que siga aferrado al timón cuando las fuerzas faltan. Algunos pensarán que se ha tratado de una muestra de debilidad. En realidad, ha sido una demostración de que Benedicto XVI –a punto de volver a ser sólo Joseph Ratzinger– es una persona responsable que no se agarra al poder, sino que está dispuesto a ceder el paso a los que puedan hacerlo mejor que él. Todo un ejemplo.