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Dos papas santos

La fuerza de los místicos, el gancho que le unió a España

Después de su patria, nuestro país fue el más visitado. Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz eran su debilidad

Santiago de Compostela, en 1989
Santiago de Compostela, en 1989larazon

Rezaba, trabajaba, sonreía. No sólo decía qué es la bondad, sino que enseñaba a ser bueno con su vida. Nos mostró el valor humano y espiritual de la alegría. Traspasó todas las puertas. Tenía la mirada de la fe, la esperanza de creer; el gozo de saberse amado por Dios, en medio de las amarguras, los flagelos y las recias fatigas que tuvo que sobrellevar. Su figura, que hemos conocido tan de cerca, que es tan de nuestro tiempo, es una de las más queridas de la historia de la humanidad. Carne de nuestra carne. Su sentido del humor, su caridad, su invitación a ir a contracorriente, a no renunciar a la semejanza divina del hombre, nos acompañan. Así como su sonrisa, su sonrisa, siempre presente. Su alegría profunda. Esa enfermedad tan larga, ese camino de cruz en sus últimos días.

Pocas personas han convencido a tantos como él, han despertado una mayor fascinación. Juan Pablo II fue un activista, también, de la dignidad humana. Y mucho más. Su influencia en la historia queda fuera de toda duda. De este hombre irrepetible se ha dicho todo. Se ha escrito todo. Con apenas 19 años, comenzó a trabajar en una cantera y luego en una fábrica, mientras estudiaba en un seminario clandestino. Dos realidades que marcaron su vida. Es, tal vez, el Papa que más ha llegado a creyentes y no creyentes. Pero ¿por qué? Hay respuestas para todos los gustos. Aunque todas arrancan del mismo tronco, en el que quiero sustentar estas líneas: el trato personal con Jesucristo.

Para empezar, Juan Pablo II era un hombre de Dios. «Un amigo fuerte de Dios», en expresión teresiana, como nos decía no hace mucho, en Roma, el cardenal Cañizares, que no da puntada sin hilo. Aquí está, efectivamente, la clave: en su intensa vida sobrenatural. El secreto del nuevo santo no es otro que la plegaria. «Somos lo que es nuestra oración», le escuché decir en una de aquellas inolvidables audiencias en las que tuve la suerte de participar. En otra, esta vez más restringida, en Montevideo, nos dijo algo que me ha acompañado y acompañará de por vida: «En realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos en profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios».

Decididamente, sí. Era de la oración de donde brotaba el entusiasmo, aquella alegría, aquel buen humor contagioso de Juan Pablo II. «La gente buena es siempre alegre», me dijo, también, una vez en Roma el Prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, el hombre, junto a Teresa de Calcuta, más sustancialmente bueno que he entrevistado a lo largo de mi vida profesional. De ésos en los que brilla la bondad de Dios, por su sentido de acogida, por su humanidad. Por la sencillez evangélica de sus gestos y el cariño que derraman. Algo que se repite en todos los hombres y mujeres de Dios. En todos los santos. De la oración procedía, ciertamente, el coraje de quien hoy sube a los altares, para aupar la vida. De las horas y horas que pasó delante del sagrario.

Como aquella noche, en la Nunciatura Apostólica de Madrid, cuando alguien de los que le acompañaban se dio cuenta, de pronto, de que muy avanzada la madrugada, tras un día agotador y con el horizonte de otro aún más exigente a las puertas, el Papa se había escapado, sin que nadie se diera cuenta, al oratorio. Cuando se acercó para invitarle a que retomara el descanso, Juan Pablo II le respondió con una sonrisa: «Tú, aquí conmigo». Y ahí se quedaron los dos rezando. ¡Qué remedio! En algunos días de sus vacaciones en el Valle de Aosta, la luz de la capilla de la casa donde se alojaba, permanecía encendida desde las tres de la mañana hasta el amanecer. También Benedicto XVI, que tan a fondo lo conoció y trató, recuerda siempre que habla de Juan Pablo II cuán unido a Dios estaba. Y habla de su espiritualidad, caracterizada por la intensidad de su oración.

Algo a lo que también se refiere el postulador de la causa de canonización, monseñor Slawodir Oder, al relatar, por primera vez, aspectos poco conocidos del nuevo santo: «Hay un episodio muy tocante que lo identifica muy bien. El Papa enfermo, al final de uno de sus viajes apostólicos, está que no puede más. Le llevan a la habitación y le dejan allí, para que repose. A la mañana encuentran la cama intacta. Juan Pablo II ha pasado la noche en oración, de rodillas, en el suelo». En los últimos meses de su vida quiso tener un espacio para el Santísimo en su propio cuarto, junto a la cama. Pero con quien la relación era más personalísima era con la Virgen. Cuantos estuvieron cerca de él aseguran que era un encuentro vivísimo. Y que se le veía inmensamente feliz.

La oración fue el corazón de su pontificado. De ahí, y sólo de ahí, le venía esa obsesión por llevar a Cristo a los demás. Ese empeño pastoral intenso, increíble. Su invitación constante en encuentros, homilías y encíclicas, a pensar con Dios, a sentir con Dios, a querer con Dios. Fue ese compromiso el que le llevó a dar 36 veces la vuelta al mundo, que se dice pronto. Un total de 250 viajes y 130 países recorridos. Por vivirlo más cerca, me quedo con el del año 1985 a Iberoamérica, al que tuve el privilegio de acompañarle junto a otros periodistas. Recuerdo especialmente su petición de perdón a los indígenas; el cariño y los gestos de ternura con los que trataba a las mujeres que se acercaban a él. Cómo les daba las gracias por su sensibilidad, intuición, generosidad y constancia. Ningún Papa se había mezclado así con las mujeres; las había abrazado y besado con tanta naturalidad.

Es como si lo estuviera escuchando en Venezuela, jaleando a los jóvenes: «América, si quieres la paz, trabaja por la justicia. Si quieres la justicia, defiende la vida. Si quieres la vida, abraza la verdad, la verdad revelada por Dios». Y lo veo en pie, en la parte delantera de aquel avión en el que nos habló de la libertad de buscar y decir la verdad. Juan Pablo II ha sido –sigue siendo– un modelo para todos aquellos que se encuentran en misión y evangelizan por el mundo. Pero volvamos a su ansia orante. A esa plegaria constante que, según cuenta el que fuera su secretario, Stanislaw Dziwisz, era sencilla, rebosante de generosidad, porque rezaba por todos y nunca se cansaba.

Una oración que él transformaba en vida y más vida, para que todo el vivir se convirtiera en oración. Cuenta el Papa emérito Benedicto que, durante la primera visita a Alemania de Juan Pablo II, tuvo una experiencia muy concreta de este anhelo de oración de quien a partir de hoy será santo: «Para su estancia en Múnich, decidí que debía tener un descanso más largo a mediodía. Durante la pausa, fui a su habitación y lo encontré absorto en el rezo del Breviario, así que le dije: "Santo Padre, usted debería descansar"; y él me respondió: "Podré hacerlo en el cielo"».

Comentando con el cardenal Herranz los récords de Juan Pablo II, con motivo de la ordenación sacerdotal de mi queridísimo José María García Castro, me decía Don Julián: «Sí, sí, muchos, muchos récords; pero falta el principal: las miles de horas que pasó ante el Santísimo. De ése no se habla apenas». Muchas veces me he preguntado la razón verdadera por la que Juan Pablo II amaba tanto a España y he llegado a la conclusión de que lo que tanto le seducía era el «Nada para afuera, todo para los adentros» de nuestros místicos.

Esto que voy a contar ahora me lo narró la priora de la Encarnación. Cuando Juan Pablo II acudió a Ávila, tras las huellas de Santa Teresa y San Juan de la Cruz –aquel «frailecillo de risa», según desdeñoso apodo de los calzados–, tras recorrer emocionado el monasterio, el Papa pidió que le dejaran a solas con ese puñado de monjas, envueltas en sus capas blancas. En cuanto se cerró la puerta, se arrodilló e invitó a las carmelitas descalzas a que le acompañaran y rezaran todos juntos, en silencio. Fue el tiempo más largo de Juan Pablo II tras los muros cenobitas. Tanto, que fuera cundió el pánico y no sabían muy bien qué hacer, hasta que Don Antonio Cañizares se atrevió a entornar suavemente la puerta. El Papa no se inmutó. Nada se podía hacer. Juan Pablo II continuó absorto en oración, junto a las hijas de Santa Teresa, por un buen rato. Mucho más del que los organizadores hubieran deseado.

Denuncia de las injusticias

Juan Pablo II no tenía nunca prisa para rezar. Al contrario, descansaba en la oración. Como cuando se encerraba en su capilla y repasaba, ratos y ratos, aquellos fajos de papelitos pequeños donde llevaba escritos los nombres de las personas e intenciones por los que debía rezar. Joaquín Navarro-Valls, que convivió 22 años con el Papa polaco y ha sido el único laico de la historia en ocupar el puesto de portavoz y jefe de la Sala de Prensa del Vaticano, decía siempre que la oración era para Juan Pablo II «como respirar, como ver la luz o comer a diario. Constante, necesaria e intensa». Pues sí, tan intensa como su sonrisa. Como lo era su enfado, también, cuando se enojaba al denunciar la ostentación del lujo y levantaba su voz sobre la inmoralidad de la riqueza en manos de unos pocos. Cuando gritaba: «¡Nunca más la guerra! La violencia jamás resuelve los conflictos, ni siquiera disminuye sus consecuencias dramáticas». ¡Cuántas veces dijo Juan Pablo II que «la guerra es siempre una derrota de la humanidad».

El hombre que hoy proclamará santo Francisco creía, por encima de todo, en un Dios misericordioso. Tal vez por ello gustaba advertir, para que nadie se llevara a engaño: «Amar es lo contrario que utilizar». E insistía en que «para una vida feliz, es preciso un entendimiento íntimo con Dios». ¡Qué cosas! Cosas de santos, ciertamente, que saben conectar las cosas más pequeñas con los valores más grandes.