Historia

Cataluña

Las raíces de una persecución inhumana

La Razón
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Una explosión tan violenta y sangrienta como la producida en los primeros meses de la Guerra Civil no resulta explicable si no volvemos nuestra mirada a la historia, repasamos algunos hitos fundamentales de los dos últimos siglos y reflexionamos sobre sus posibles causas. En vísperas de la beatificación de nuestros mártires me ciño a quienes rechazaban la existencia de la Iglesia por definición y buscaban su marginación y, a veces, su aniquilación, según la famosa frase de Andrés Nin: «La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia sencillamente, no dejando en pie ni una siquiera».

Este anticlericalismo social basaba parte de su rechazo en el convencimiento de que el clero permanecía aliado con los poderosos y anestesiaba a los humildes con sus prédicas, con el fin de que las masas oprimidas se conformasen con la resignación y la paciencia. En realidad, se trataba de una Iglesia bastante plural, en general, generosa y creativa, que utilizaba innumerables medios para paliar las consecuencias de la miseria, pero, al mismo tiempo, demasiado cauta al enfrentarse con las causas reales de la vida gravemente mísera de demasiada gente. Para los anarquistas, sobre todo, en Andalucía y en Cataluña, la Iglesia se levantaba como una barrera, al menos, tan importante como el capitalismo, en su marcha hacia una nueva moral y una nueva cultura. Hicieron, pues, del anticlericalismo el frontispicio indispensable de la revolución.

Este anticlericalismo secularizador resultó más significativo en el ámbito intelectual e ideológico, y se manifestó, sobre todo, en el mundo de la cultura, la educación y el pensamiento. Escritores, pedagogos, universitarios y líderes de diversos saberes pretendieron imponer sus criterios con una concepción global de la existencia que, de hecho, constituía una alternativa a la religiosa. La Generación del 98 los institucionalistas, Azaña, Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, Álvaro de Albornoz y tantos otros buscaron redimensionar tanto la Iglesia que, de puro marginada, quedaba sin presencia real en la sociedad.

La Iglesia, pues, para obreros e intelectuales, por distintas razones, significaba inmovilismo. En ese momento, España era fundamentalmente pobre y rural, con una cierta industria en Cataluña, Vizcaya y Madrid y con grupos de intelectuales en algunas ciudades. El mundo rural mantuvo, en gran parte, su adhesión al cristianismo, con ignorancia pero con fidelidad, mientras que las iglesias de los obreros eran en gran parte las casas del pueblo. Tuvo más fuerza la propaganda anticlerical de los movimientos obreros que la actividad caritativa de las parroquias y de las congregaciones religiosas, siempre generosas, pero, a menudo, dependientes de las subvenciones de aristócratas y burgueses. Clericales y anticlericales se excedieron en sus argumentos y reacciones maniqueas, se mostraron simplistas e incapaces de dialogar, de forma que no vieron o no quisieron ver las razones y debilidades del contrario.

Es verdad que hubo en aquella historia un clericalismo exagerado, incapaz de aceptar la verdadera realidad social del país, pero la reacción fue igualmente desmesurada, elitista y clasista, sin aceptar que la mayoría cristiana del país tenía todos sus derechos y actuaba, en general, de buena fe. Las reacciones clericales a las provocaciones de personas que, a menudo defendían sus derechos no reconocidos no siempre fueron justas, aunque, en otras ocasiones, defendieron derechos que como ciudadanos les correspondían. La incomprensión mutua resultó y sigue resultando, con demasiada frecuencia, absoluta. La jerarquía católica defendió, a veces, privilegios y tradiciones que, a menudo, ya no se correspondían con la realidad social. Los anticlericales, por su parte, confundieron laicidad con laicismo, secularización del Estado con secularización de la sociedad, libertad religiosa con «tabula rasa». Aunque, a primera vista, el anticlericalismo o el clericalismo son actitudes anacrónicas y aunque la sociedad ha cambiado tanto en nuestros días en España, vemos con asombro su repetición en personas que por su edad no han vivido ninguna de las confrontaciones en las que señorearon ambos talantes. A veces se trata de talantes y actitudes congénitas, otras de intereses inconfesables, otras muchas de ignorancia pecaminosa. En cualquier caso. Este anticlericalismo y, en su caso, clericalismo, va contra la comunión y convivencia de las personas y contra los intereses de la sociedad.

En esa difícil situación política y social, los mártires fueron los justos inocentes sacrificados, quienes, a menudo, habían sido simples obreros en la viña del Señor, en la que habían gastado su vida en la enseñanza, la pastoral y la caridad. En general, no tuvieron ningún papel relevante en la vida social, pero fueron atacados por culpas, ciertamente, no propias y constituyeron el objetivo de un odio ciego, a menudo, inducido, por parte de personas que descargaron en ellos su ignorancia y su miseria.

*Filósofo, teólogo y doctor en Historia de la Iglesia