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Buenos Aires

Por las escaleras del cielo

La Razón
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El miércoles asistí al encuentro del Papa con jóvenes drogodependientes y fui testigo de sus palabras: «Vengo a abrazaros». Ayer visitó las favelas; esas colmenas humanas de la miseria y el olvido; esa vergüenza para esta civilización nuestra que se precia de estar en el siglo XXI cuando muchos semejantes viven en peores condiciones que en la Edad Media. Viéndole uno se conmueve con la misma emoción que sentía de niño cuando leía las vidas de los santos, como la de Don Bosco, que tanto gozaba de la presencia y la compañía de la gente sencilla. Así ha llegado Francisco hoy allí, a ese otro mundo que hay en éste, también para abrazar, para besar, para conocer el sufrimiento de sus habitantes, y compartirlo con ellos. Y de paso, denunciarlo.

No le asusta la pobreza, le indigna. No teme mancharse los zapatos, ni las manos, ni el traje por muy blanco que sea: sabe que ese barro purifica porque está hecho del sudor de los que nada tienen, de los predilectos de Dios, de los preferidos de Francisco.

Tampoco es la primera vez que lo hace. En Argentina visitaba las villas, los barrios marginales como allí les llaman, y apoyaba a los curas villeros que defendían a los pobres. Yo le acompañé a un basural, un vertedero cercano a Buenos Aires, y nunca olvidaré la imagen de esos niños que literalmente buceaban entre los desperdicios para encontrar algo que vender, o algo que comer.

El Papa llega a las favelas con valentía, para dar testimonio y reforzar más si cabe sus argumentos cuando dice –o cuando exige– a los poderosos que hay que compartir las riquezas de este mundo. Porque éste es un Papa que habla a todos: a los ricos les habla de los pobres, y a los pobres de Dios.

Si en la boca de Vicente Ferrer siempre estaba la providencia, y la caridad en la de Madre Teresa, en la boca de Francisco siempre brilla la palabra «esperanza». Fe, Caridad y Esperanza, virtudes que he visto hechas carne y hueso en las figuras de los tres santos que he conocido en vida. Una de ellas está canonizada y otro no (aunque no creo que hagan falta los altares para estar en las alturas). Al tercero, mientras le llega la hora de subir –ojalá que tarde mucho, porque mucho tiene que hacer–, ha tomado unas escaleras (no de mármol travertino, sino de de tierra y palos) siguiendo las estaciones de ese Vía Crucis que diariamente emprenden los desheredados de las favelas, para llevarles a todos un trocito de Cielo en forma de Evangelio, a esos los que él dice que son el tesoro de la Iglesia: los pobres. Para ellos es la Iglesia de Francisco, como ellos quiere hacer Francisco a la Iglesia. Dios le ayude; Dios le bendiga.