Catolicismo
¡Que nadie lo marchite!
Pensó llamarse Juan –Juan XXIV, en concreto–, pero a última hora un cardenal amigo, a cuyo lado estaba sentado en el cónclave, se apresuró a felicitarle y, entre lágrimas, le susurró: «No te olvides de los pobres». Desde ese momento, lo tuvo claro: «Vocabor Franciscus (Me llamaré Francisco)», como pronunció, alto y claro, minutos después, concluido ya el escrutinio.
Quizás lo más radical de la elección pontificia del 13 de marzo de 2013 en la persona del cardenal Jorge Mario Bergoglio, jesuita, arzobispo de Buenos Aires, fue precisamente su apuesta sagrada al elegir el nombre papal y al comprometerse con todas sus fuerzas –como lleva haciendo desde aquella atardecida– en ser fiel a lo que ese nombre significa: Francisco, sí, Francisco de Asís, el cristiano que según Chesterton más se ha parecido a Jesucristo. Más allá de cambios, de gestos o de decisiones, lo que el Papa Francisco significa es la voluntad incontestable de retornar en mayor media al Evangelio y de hacerlo, como el Evangelio pide, mediante una Iglesia pobre y para los pobres.
¡Claro que quiere reformar la Curia y las curias! ¡Claro que propugna, predicando con el ejemplo, una Iglesia más samaritana, más cercana, más limpia y más creíble, una Iglesia de puertas abiertas y madre con entrañas de misericordia y de acogida! ¡Claro que quiere una Iglesia y una sociedad donde se viva la cultura de la solidaridad y no la tantas veces vigente cultura del descarte y de la indiferencia!
Pero lo que, ante todo, quiere el Papa Francisco es la reforma y la conversión del corazón. De un corazón más cristiano, más del Evangelio, más, en suma, de Jesucristo. Un corazón que, como el Francisco de Asís, sea capaz, como la lluvia fina, de empapar y hacer reverdecer todos los rincones de la Tierra.
Han pasado dos años y algo nuevo sigue naciendo, ¿no lo notáis? ¡Que nadie, ni por prisas ni por pausas, lo marchite!
*Director de «Ecclesia»
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