El gran profesor

¿Será el próximo doctor que encumbre la Iglesia?

Este futurible reconocimiento no es un mero título académico, sino que le convertiría en un maestro de la fe para los cristianos de todos los tiempos

Benedicto XVI, en el despacho de la residencia de verano de los papas
Benedicto XVI, en el despacho de la residencia de verano de los papaslarazon

Con el fallecimiento de Benedicto XVI ha desaparecido uno de los grandes intelectuales de la historia de la Iglesia contemporánea, un hombre de Universidad, experto en el estudio e investigación y en el conocimiento de las Escrituras y el magisterio eclesial. Entre dos papas de gran carisma pastoral, los católicos fuimos guiados por el gran profesor, capaz de explicar y de fijar ideas, siendo depositario ya de un enorme bagaje de sus etapas anteriores, que su magisterio pontificio no dejó de enriquecer. Creo que muchos descubrimos al Papa Ratzinger y dejamos atrás etiquetas tan difundidas. La ignorancia, si nuestra edad no nos había dado oportunidades antes, la curamos con la lectura de sus obras y el estudio progresivo de su pontificado. Benedicto XVI, desde la cátedra del pescador, ha sido un Papa sabio, intelectual, amigo del debate, incluso con aquellos que se presentaban como sus controversistas en las ideas o en los discursos que se sacaron del contexto del hombre que piensa y se inquieta. El mundo de la teología ha estado plagado de debates, algunos excesivamente enconados.

Hemos conocido al Papa intelectual, cargado de gestos de afecto a pesar de su timidez y empeñado en limpiar la Iglesia de aquellos que, siendo aparentemente fieles, necesitaban mucho jabón de santidad, y de denunciar el relativismo de la sociedad. Benedicto XVI era un hombre realmente sabio porque tenía otras dos cualidades que complementan a los que pueden ser calificados como tales: sus palabras llegaban a sus destinatarios pues sabía cómo trasmitirlas y, sobre todo, era humilde. Con su renuncia no se bajó de la cruz. Supo poner el interés de la Iglesia universal por delante de los suyos propios, supuestas ambiciones y preferencias. Fue un acto revolucionario de un hombre honesto, valiente y amable.

Tuve la oportunidad de mirarle a sus ojos y escuchar su palabra en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial durante la Jornada Mundial de la Juventud de 2011, cuando se preocupó de reunirse con los que éramos entonces jóvenes profesores universitarios. El escenario fue el idóneo para la plasmación de lo que supuso la Iglesia en el Siglo de Oro de la espiritualidad española. Se acercó a nosotros el anciano que caminaba lento, de manera delicada y al mismo tiempo solemne. Se le veía feliz y cómodo entre sus jóvenes colegas, deseoso de transmitir su experiencia en forma de inquietudes. Nos hablaba de tú a tú. Su discurso fue profundo, intenso y práctico, donde se apreciaba su fortaleza intelectual, saboreadas sus palabras como alimento que edifica. Nos propuso las coordenadas de un camino que me han servido en mi trayectoria de profesor en la Universidad de Valladolid. Las he intentado practicar siempre que surgían dudas y desánimos: «Los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad».

Se le apreció también su felicidad en el rostro cuando empezó a escuchar a los niños de la Escolanía del Monasterio, interpretando el Ave María de Tomás Luis de Victoria. La música, en su formación y en su condición de intérprete al piano, le permitió completar la sensibilidad de la captación y la percepción de las ideas.

La Iglesia tiene la tarea más inmediata e inmensa de seguir descubriendo el gran legado magisterial de Joseph Ratzinger como teólogo y como Papa. Él mismo quiso aumentar la lista de sus doctores y proclamó que un santo español de la Reforma católica, Juan de Ávila, debía unirse a la misma, como también lo hizo con una mujer del Medievo, la monja alemana santa Hildegarda de Bingen. Los doctores de la Iglesia son un tesoro que demuestran que el descubrimiento y la vivencia de Dios no están reñidos con el debate, el conocimiento y la belleza. El encuentro se produce en el camino y la búsqueda de la verdad. De esta manera, por disposición del Papa o del Concilio Ecuménico, un doctor de la Iglesia se convierte en maestro eminente de la fe para los cristianos de todos los tiempos, capaces de iluminar en el conjunto de los campos de la revelación, sin olvidar la apertura de caminos a la teología de los siglos venideros. Doctor de la Iglesia no es un mero título académico o simple grado, sino la expresión de una autoridad que permanece actual a través de las circunstancias. El discernimiento de la Iglesia permitirá valorar desde la perspectiva del conocimiento la magnitud del gigante del que hemos podido aprender en sus obras. Pero hoy, mi sentimiento es el de la pérdida de un Padre, pontífice que supo tender puentes y conocedor de la Sabiduría con mayúsculas.

Javier Burrieza es historiador y profesor de la Universidad de Valladolid