Opinión

Primero Dios

El Papa Benedicto XVI tras la última audiencia que celebró antes de su retiro en febrero de 2013
El Papa Benedicto XVI tras la última audiencia que celebró antes de su retiro en febrero de 2013Gregorio BorgiaAgencia AP

«Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. Pero, ¿qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios; los libros, tampoco. Después de cierto tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad». Impresiona escuchar a la luz de este trance final las palabras que Benedicto XVI pronunció en su misa Pro eligendo Pontifice, el 18 de abril de 2005. ¿Qué permanece? Mirando la vida del Papa emérito me parece imprescindible recordar ahora, ante todo, lo decisivo, lo irrenunciable que él nos ha querido dejar, su herencia. Esto es, precisamente, Dios. Benedicto XVI ha pretendido referirnos a Dios. «Primero Dios…», afirmó en la presentación de sus obras completas, «Cuando la mirada hacia Él no es lo determinante, todo lo demás pierde su orientación». Esta afirmación radical y desnuda es la que debería centrar ahora también nuestra atención. Sí, Benedicto XVI ha sido un Papa sabio, ha hablado en iglesias, y también en parlamentos, plazas o foros internacionales y ha tratado asuntos de fe, y también de política, sociedad o ciencia. Le han llamado «amigo de la razón». Pero si ahora tuviéramos que decir en breve, escuetamente, qué nos deja, qué nos ha dicho, sería: «Nos ha hablado de Dios, nos ha traído a Dios».

Solo desde esta atalaya, únicamente con esta perspectiva, puede alcanzarse a entender su pasión por el hombre y por la humana razón. Porque cuando se renuncia a Dios, se renuncia a la grandeza de la persona, a su indisponibilidad que se levanta por encima de cualquier planificación.

Benedicto XVI dijo en una ocasión «donde no hay nada por lo que valga la pena morir, no merece la pena vivir». Y él, ciertamente, encontró aquel tesoro escondido por el que era urgente darlo todo: Dios, la fe en Dios. Pero, atención, no una fe cualquiera, es decir, no un teísmo ramplón de corte espiritualista, no el anuncio de un Dios a la medida del hombre; no la fe en el compasivo Tapagujeros, en el Dios mago que debería resolver, sin más, nuestros problemas; sino la fe en el Dios que se ha revelado en Cristo, cuya presencia se actualiza en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía. Por eso fue la liturgia una de las grandes pasiones del Papa emérito. En ella, ese Dios real, auténtico, libre, inesperado, le salía al paso. Se le acusó de ser un sordo nostálgico de rituales pasados, un afanoso rescatador de misales ya obsoletos. En realidad, Benedicto amaba la liturgia porque amaba al Dios que en ella nos ofrece la vida. Esto lo repitió muchas veces, quizás en vano. En la liturgia se alza el Dios indisponible, lleno de un insólito amor al hombre, recio y firme, para llamarnos a vivir a su misma altura, no por nuestras solas fuerzas, sino por las que Él nos comunica.

La pasión de Benedicto XVI fue este Dios. Por ello dijo en cierto discurso, en el año 1991, en un Sínodo de obispos: «En la nueva evangelización de la fe debemos hablar sobre todo de Dios para poder hablar verdaderamente del hombre». Quizás nos encontramos hoy con una Iglesia que habla demasiado de sí misma, que gira mucho en torno a sí misma y a sus estructuras. Pero el ojo no está llamado a verse a sí mismo; un ojo que quiere verse a sí mismo, es ciego. La Iglesia existe precisamente para ser el ojo a través del cual nos llega la luz de Dios y para ser la lengua que habla de Dios. Esta es su misión. Debemos escuchar al Dios que habla y hablar de ese Dios al que, muchas veces, los hombres no quieren escuchar. Esto es el mensaje que nos lega Benedicto XVI.

En otra ocasión, en una conferencia ante un grupo de economistas y políticos en 2001, en Cernobbio, Benedicto se preguntaba qué consejo dar a Europa y al mundo frente al despertar de esa ideología según la cual es lícito todo aquello que es posible; como si el alcance técnico fuera, por sí mismo, criterio moral suficiente. Benedicto afirmó con contundencia: «Es necesario recuperar la dignidad radical de la persona humana; pero una tal dignidad solo halla base firme en la confesión irrefutable del Dios creador. Si queremos hablar verdaderamente de los derechos humanos y de la dignidad de cada ser humano, indigente, inmigrante o excluido; si queremos resaltar su inalienable valor, hablemos del Dios Creador. «Solo Dios», «Dios en el centro» Dios como clave de bóveda sobre la que se construye y afirma todo lo verdaderamente humano. He aquí el legado, el mensaje que, a mi entender, nuestro querido papa emérito nos ha querido transmitir en su vida.

Todo ello se expresó de forma especialmente lograda en unos Apuntes que en 2019 el Papa emérito publicó para ofrecer una respuesta al tema de los abusos en la Iglesia. Allí explicó, con particular contundencia y valentía, que todo aquello procedía fundamentalmente del olvido de Dios, que era fruto de haber querido presuponer a Dios y no anteponerlo. Cada vez somos más conscientes de la clarividencia de aquellas palabras proféticas; palabras que es imprescindible rescatar en esta hora: no anteponer nada a Cristo, no presuponer a Dios. El lema, de corte benedictino, nos acompaña como testimonio y herencia del papa sabio. «¿Qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios; los libros, tampoco. Después de cierto tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. Por tanto, el fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Así pues, vayamos y pidamos al Señor que nos ayude a dar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios».

Carlos Granados es editor de las obras completas de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI en español