Ciencia y Tecnología
La consciencia de los robots
Diseñar máquinas que sean capaces de simular procesos humanos inteligentes es cuestión de poco tiempo.
Diseñar máquinas que sean capaces de simular procesos humanos inteligentes es cuestión de poco tiempo.
Probablemente usted y yo seamos seres humanos. No somos robots. Yo tengo la certeza de serlo y usted también. Pero yo no puedo estar seguro de que quien me lee sea un miembro de mi especie. Quién sabe si es simplemente un ordenador que está escaneando este texto para introducirlo en una base de datos digital. Y usted tampoco puede saber al100 por 100 que estas líneas han sido escritas por un Jorge Alcalde de carne y hueso. Ya hay programas de inteligencia artificial que se han mostrado capaces de escribir ensayos filosóficos con cierta coherencia. ¿Y si resulta que este artículo ha sido confeccionado con uno de ellos?
Puede confiar en mí, soy Homo sapiens. Pero si en lugar de una relación entre lector y autor inocua como esta, entre usted y yo mediara algún tipo de transacción económica (por ejemplo, pedirnos los números de cuenta para realizar un pago) necesitaríamos más garantías sobre la identidad del otro que una simple declaración de intenciones.
Para ello surgieron hace años algunos sistemas de seguridad informática que pretenden comprobar si al otro lado de la línea hay un ser humano o una máquina inteligente. Por ejemplo, los llamados códigos CAPTCHA. Seguro que los ha usado alguna vez: entra usted en una plataforma de pago por Internet y el ordenador le pide que identifique una secuencia de números y letras distorsionada. Sólo si es un ser humano con cerebro que le permita inferir conceptos a través de formas abstractas podrá adivinar la secuencia.
CAPTCHA es una acrónimo maravilloso, significa (en inglés) Test de Turing Completamente Automático y Público para diferenciar Humanos de Ordenadores. Parece una frase digna de Blade Runner: «diferenciar humanos de ordenadores». Parece una terea sencilla. Pero nunca antes en la historia distinguir lo que es humano y lo que no había sido tan complicado.
Los avances en inteligencia artificial son tan espectaculares que en más de una ocasión la máquina es capaz de realizar funciones fieramente humanas con tenebrosa precisión. Humano y ordenador son, cada vez más, dos versiones de la misma cosa.
De hecho, hace unas semanas investigadores de la Universidad de Maryland anunciaron el diseño de una herramienta informática capaz de descifrar códigos CAPTCHA con un 85 por 100 de precisión. Mejor aún que un ser humano. Con esta herramienta, no sería posible identificar si al otro lado del cable hay un cerebro de tejidos, neuronas y glucosa o una placa base de silicio.
Vivimos en la primera generación de la historia que se parece a los artefactos que fabrica. Con cada vez más maquinaria automatizada, coches autónomos, aparatos que funcionan independientemente de nuestras órdenes y robots que toman decisiones, los humanos andamos desesperados buscando solaz en aquellas pocas actividades que realmente nos diferencian de las máquinas. Sí, es cierto que un robot puede ganarnos jugando al ajedrez, modelizando el clima futuro, realizando balances económicos, decidiendo qué camino es el más rápido para llegar a casa o descifrando códigos CAPTCHA, pero de momento no ha escrito un poema de amor realmente bueno, ha enamorado a un humano (o humana), ni sabe componer sinfonías. O al menos eso creemos. Nos parece que nos diferencia del amasijo de cables y chips que tenemos consciencia, sensibilidad y contingencia. Pero ¿qué ocurriría si descubriéramos que ellos también?
Esta semana la revista «Science» ha publicado un estudio firmado por un grupo internacional de neurocientíficos y psicólogos que pretender hacer temblar la ufana seguridad en nuestra propia consciencia de la que hacemos gala.
«¿Qué es la consciencia y pueden las máquinas adquirirla?», se titula.
Según sus autores, las redes neurales que permiten a las máquinas realizar tareas tales como ganar al ajedrez o descifrar códigos no pueden considerarse más que remedios de algunos procesos mentales humanos inconscientes. No son consciencia. Pero la tecnología está cerca de dar un paso más adelante: de entender cuáles son las arquitecturas humanas propias del pensamiento conscientes y de imitarlas.
Y ahí reside la clave de este dilema: si no tenemos ya máquinas plenamente conscientes de sí mismas es, sencillamente, porque tampoco sabemos qué es lo que nos hace a nosotros ser conscientes. La consciencia es, de momento, un fenómeno que desafía toda posible definición. Y eso que desde hace milenios, esa definición ha sido perseguida por filósofos, pensadores y psicólogos de todo cuño... sin éxito.
A día de hoy, las máquinas sólo pueden optar a imitar algunos procesos inteligentes humanos. Pero eso no es ser inteligente. Mucho menos, tener consciencia. Pueden ganarme al ajedrez, pero no saben que lo han hecho. Jamás sentirán la placentera sensación de victoria que yo siento cuando las gano a ellas.
Según los neurocientíficos, la dificultad reside en que la mayor parte de los procesos inteligentes humanos dependen de funciones inconscientes. Por ejemplo, el cerebro recuerda mejor una serie de números si antes se ha emitido la imagen de esa serie de manera subliminal. De hecho, la mayor parte de nuestras áreas cerebrales pueden activarse de manera inconsciente mediante estimulación externa sin que nos demos cuenta. Un electrodo bien diseñado podría generar en nosotros una acción inteligente (por ejemplo, una decisión sobre un movimiento de ajedrez) sin que nosotros seamos conscientes de ello. ¿Asusta? Quizás lo que más asuste es darse cuenta de lo poco que sabemos sobre nuestra propia consciencia.
El trabajo de «Science» abre otro melón aún más peliagudo. Quizás la consciencia no sea otra cosa que la capacidad de pensar sobre nuestros propios pensamientos. Los seres humanos podemos tomar una decisión y luego evaluar el grado de confianza que tenemos en ella. Pensamos sobre lo que hemos pensado: a veces sabemos que lo que estamos pensando tiene pinta de ser equivocado... pero seguimos pensándolo. ¿Será eso realmente la consciencia? ¿Será eso lo que nos separe definitivamente de los robots?
Pues tampoco. Según se ha descubierto, esa capacidad de juicio reside en una parte muy concreta y muy pequeña del córtex prefrontal del cerebro. Sí sabemos dónde está y qué neuronas la activan, es sólo cuestión de tiempo que seamos capaces de imitarla en un ordenador.
Integrar todos los aspectos de la consciencia humana en un solo aparato no es tarea sencilla. Pero cuanto más saben los neurólogos de nuestro cerebro, más fácil se lo ponen a los ingenieros para copiarlo. Tarde o temprano, ni usted ni yo podremos tener la certeza de que el otro es realmente un congénere humano. ¿Le suena la película?
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