Salud
No remates de cabeza
El riesgo de traumatismo craneal se multiplica por tres en aquellos futbolistas que golpean a menudo el balón con la cabeza, según alerta un estudio de una universidad de Nueva York.
El riesgo de traumatismo craneal se multiplica por tres en aquellos futbolistas que golpean a menudo el balón con la cabeza, según alerta un estudio de una universidad de Nueva York.
La Federación Americana de Fútbol anunció recientemente una polémica propuesta. Recomendaba a los jugadores menores de 10 años que no golpeasen el balón con la cabeza. De hecho, se planteaba seriamente modificar la normativa de este deporte para prohibir esta jugada entre los futbolistas más jóvenes. Nada de emular a Sergio Ramos en el minuto 93, nada de despejar córners al más puro estilo Diego Godín: tocar el balón con la testa estaría tan penalizado como hacerlo con la mano. ¿La razón? Un creciente número de informes médicos que alertaban sobre los riesgos de traumatismos y contusiones cerebrales que podrían derivarse de esta práctica. Y era cierto que, desde hacía años, se venía acumulando cierta preocupación por el impacto del esférico sobre las cabezas inmaduras de los pequeños. Pero ¿realmente estaba justificado el temor? ¿Qué decía la evidencia científica al respecto?
Un estudio publicado ayer por la revista «Neurology», el órgano de expresión de la Academia Americana de Neurología, parece arrojar luz sobre el caso. Según la investigación, los futbolistas que golpean el balón con la cabeza más a menudo tienen más riesgo de padecer algún tipo de contusión craneal. En concreto, el riesgo de traumatismo se multiplica por tres. Aún así, no es la principal amenaza para la cabeza de los futbolistas: los que han sufrido dos o más golpes directos en la testa con el cuerpo de otros jugadores en un periodo de dos semanas tienen seis veces más probabilidades de padecer contusiones.
El trabajo demuestra que, efectivamente, rematar o despejar de cabeza es una práctica de riesgo y contradice otras investigaciones anteriores que proponían que todas las contusiones provocadas en este deporte se debían a golpes espontáneos con cabezas, rodillas o extremidades de otros jugadores o con objetos en el campo de juego. La creencia generalizada entre los expertos en medicina deportiva, hasta ahora, era que los testarazos rutinarios en el juego y en el entrenamiento son conscientes, ejercitados y no producen daño, de manera que sólo hay que preocuparse por los golpes accidentales ocasionales. Pero el informe ahora presentado advierte de que muchos jugadores que no han sufrido accidentes y que sí suelen jugar con la cabeza experimentan síntomas propios de la contusión, como dolores de cabeza, confusión o mareos.
En la mayoría de los casos, estos jugadores no son diagnosticados y siguen practicando el deporte en las mismas circunstancias, aunque cuando se diagnostica una contusión lo recomendable es evitar impactos en la zona durante unos días. Si se padecen segundas o terceras contusiones, porque no se detiene la práctica, pueden aparecer daños neurológicos algo más preocupantes.
La investigación, llevada a cabo por la Facultad Albert Einstein de Medicina en Nueva York, ha consistido en el seguimiento de 222 jugadores de fútbol amateur adultos (el 80% varones) con edades comprendidas entre los 18 y los 55 años. Se les realizó una serie de encuestas para determinar el tipo de juego que practicaban, la asiduidad con la que golpeaban el balón con la cabeza y la posible aparición de síntomas de contusión. La media de cabezazos al balón realizados durante dos semanas de entrenamientos y partidos fue de 40. El 20% de los entrevistados mostró síntomas moderados o graves de contusión. El 18%, síntomas graves y el 7%, muy graves. Los síntomas más graves estaban relacionados con golpeos accidentales de la cabeza, pero los cabezazos al balón se mostraron estadísticamente como relevantes causas independientes de sintomatología.
Estos datos confirman otros estudios anteriores que demostraban que los futbolistas que cabecean el balón más de 1.000 veces al año tienen más riesgo de sufrir cambios microestructurales en el tejido cerebral que pueden alterar la función cognitiva.
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