David Bowie
De astro divino a icono pop
La literatura la describió, el cine la filmó y la música le puso banda sonora... mucho antes de que llegáramos a pisarla. No hay manifestación artística que haya podido resistirse al influjo de ese misterioso satélite que nos lleva enamorando y aterrando desde tiempos ancestrales
Armstrong no fue el primero. Anoten este año: 1638. Fue entonces cuando el ser humano puso por primera vez un pie en la Luna... y, sorpréndanse, era español. Respondía al nombre de Domingo González y logró su hazaña a lomos de un ganso salvaje, huyendo de un duelo a muerte y de un grupo de nativos hostiles. Este relato, escrito en el siglo XVII por el inglés Francis Godwin, fue el inicio del viaje que la ficción emprendía hasta el corazón del satélite. El Barón de Münchhausen y Cyrano de Bergerac serían otros de sus insignes visitantes. Edgar Allan Poe lo describió a lo largo de un viaje en globo de un holandés que escapaba de sus acreedores. H. G. Wells la imaginó poblada de hormigas antropomórficas, armadas con lanzas y criadoras de monstruosas reses espaciales. Y, por supuesto, Julio Verne, que fue el que más cerca estuvo de tocarla en «De la Tierra a la Luna». Atinó en casi todo: el lanzamiento debía ser en Florida por motivos logísticos; el periplo duraría cuatro días; la falta de atmósfera la haría irrespirable... Y de paso, aprovechaba para arremeter contra sus «vecinos». España, relata en la novela, aportaba a la misión unos míseros 110 reales, ya que preferíamos invertir en ferrocarriles. Además, nos tachaba de supersticiosos: temíamos que, si nos posábamos sobre el astro, éste se precipitara sobre nuestras cabezas. «La ciencia no está muy bien vista en ese país», escribió el francés.
La Luna. Nuestra imaginación lleva visitándola siglos antes de aquel 20 de julio de 1969... y también décadas después, pese a que ya han pasado 47 años desde la última misión tripulada y muchos de sus secretos ya han sido revelados. Desde «El hombre lobo» (1941) hasta la saga «Crepúsculo» (2008), pasando por las siluetas de Elliot y E. T. sobre una bicicleta voladora en busca de su camino a casa, su imagen no ha dejado de hechizarnos. Nos hemos empeñado en no despojar de sus enigmas y de su romanticismo a ese cuerpo celeste tan cercano como visible desde la Tierra, creciente y menguante, luminoso y misterioso, apasionado y amenazante, asociado desde tiempos ancestrales a la fertilidad o a la locura, según gustos. Si en la antigüedad constituía prácticamente un icono divino, su «conquista» espacial pasó a convertirlo en un icono «pop», otra «Marilyn», otro «Che Guevara» cuya mera imagen basta para evocar los cambios sociales, culturales y científicos del siglo XX. Y en este caso, el mensaje era que la Tierra se nos había quedado pequeña. No es casual que Andy Warhol, pocos meses antes de morir, eligiera la imagen de Armstrong caminando sobre la luna para crear una de sus últimas y coloridas serigrafías.
Estábamos abocados a lograrlo. De hecho, fue en los albores del pasado siglo cuando otro ingenio tecnológico, también tildado de sobrenatural, lo predijo: el cinematógrafo. Partiendo de Verne y Wells, el mago (literalmente hablando: era prestidigitador) Méliès obtuvo en 1902 la imagen más icónica de la Luna, muy por encima de las miles de instantáneas que los telescopios y las sondas nos proporcionaron luego. Después de tres meses de rodaje en un invernadero (el primer estudio cinematográfico de la historia) y 10.000 francos de inversión, ese satélite, malhumorado al quedar tuerto y que daba una idea de lo devastadora que podía ser la mano humana incluso cuando se alzaba en nombre de la ciencia, creó escuela. Nuestro «Lumière», Segundo de Chomón, replicó sus trucos en «De excursión en la Luna» (1909). El expresionismo alemán tampoco fue ajeno a su influjo: Fritz Lang se adelantó a la lucha feminista incluyendo en «La mujer en la Luna» (1929) a una científica entre los tripulantes de la primera expedición. Su misión, encontrar minas de oro... y resolver el triángulo amoroso entre los protagonistas.
Ninguno de aquellos héroes y heroínas lucía las nada favorecedoras escafandras. No fue el caso de Tintín ni de su Fox terrier Milú, ambos debidamente equipados contra la ausencia de atmósfera en «Objetivo: la Luna» (1953) y «Aterrizaje en la Luna» (1954). Si Verne fue profético en la literatura, el belga Hergé lo fue en el universo del cómic: evitó a los selenitas, cuya existencia, ya entonces, parecía descartada; a la hora de impulsar al reportero belga, se basó en los cohetes alemanes V2, precursores de los que llevaron a los primeros hombres al espacio; y, detalle importante, durante el despegue dibujó a sus protagonistas situados boca abajo, a sabiendas de que esa sería la postura corporal que adoptarían los astronautas del futuro para soportar la gravedad. ¿Qué tienen los francófonos con el satélite que se adelantaron a su hallazgo en todas las artes?
Sin embargo, el sonido de la Luna es anglófono. Antes de que Frank Sinatra enamorara con su interpretación del «Fly Me to the Moon» (1964), a la postre canción «oficial» de las misiones Apolo, el «Blue Moon» (1934) de Rodgers y Hart lleva sobreviviendo más de ocho décadas de versiones que van desde Elvis Presley hasta Rod Stewart. Ahora bien: tras la constatación científica de que el astro era un lugar frío, rocoso, arenoso y sin aparentes rastros de vida, la «canción» cambió. Nacía el «space rock» en las islas británicas, donde la psicodelia y los «viajes», astrales o alucinógenos, eran la brújula a seguir. Pink Floyd lanzó «The Dark Side of the Moon» (1973), donde la mención a la cara oculta del satélite no era más que una excusa para adentrarnos en nuestra naturaleza más oscura. Poco antes, David Bowie entonaba aquello de «control terrestre a mayor Tom, tome sus píldoras de proteínas y póngase su casco» durante la cuenta atrás de «Space Oddity» (1969), sencillo cuyo lanzamiento casi coincide con el alunizaje del Apolo 11. La Luna, el espacio, ya no era un lugar para enamorarse: era un lugar para huir. «Starman», «Life on Mars?» y otros himnos siderales coreados por aquel Ziggy Stardust de pelo naranja y aires alienígenas se han ganado por derecho propio ser la banda sonora de un viaje a Marte que todavía no se ha producido, pero que, como ocurrió con la Luna, ya ha sido filmado, contado y cantado.
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