Caso Marta del Castillo

Dolor insondable

La Razón
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Cuando estas Navidades oímos a la madre decir que lo que pedía era encontrar el cuerpo de su hija para darle tierra, comprendimos que nunca alcanzaríamos a sentir el dolor de una familia a la que le han robado a su hija, se la han matado, la han ocultado y, además, se han reído de ellos.

El caso de Carcaño y compañía no tiene explicación, no parece real, no es creíble. Indigna a la sociedad, genera dudas de la Policía, de los jueces, de las leyes. La impunidad parece establecida y la sociedad se siente indefensa y se compadece de una buena familia, de una gente que no odia, que no clama venganza, pero que pide, que exige, una respuesta. Mataron a Marta del Castillo y nadie quiere saber exactamente cómo, qué es lo que hicieron y por qué lo callan. Algunos pensamos que era una oveja rodeada de lobos que no sienten la culpabilidad ni el remordimiento, que sólo entienden el «yo», que no se responsabilizan, que tienen la mentira como parte consustancial de su forma de ser. La verdad es que cuando uno habla con cualquier ciudadano de bien, siempre escucha: «¡Si yo me los echara a la cara!».

Lo único positivo de esta dramática historia es conocer a unos padres, a un abuelo, a un grupo de gente sana, y a una sociedad que comparte el dolor, que llora profundamente la pérdida. Pero que nadie diga «me pongo en su lugar». No es posible. La pérdida de un hijo es el mayor trauma. Lo más antinatura. Y a esas edades, mucho más. Y si ocurre a manos de unos jóvenes desalmados, resulta inabarcable, inasumible, inconcebible. Han matado a Marta y han robado la esperanza y el futuro a todos los suyos.

La conciencia social existe. Nunca olvidaremos esa sonrisa helada, ese pedir perdón falso. Y eso lo hicieron humanos, sin sentimientos, sin empatía, sin lo esencial. El tiempo pasa, pero no es verdad que el tiempo todo lo cura. Ese dolor se acrecienta ante cada nueva declaración de Carcaño, ante cada falsedad.

¿Qué le queda a la familia? Una difusa esperanza, una vaga creencia antes de perder la confianza en el género humano. Pero que sepa esta bendita familia que estamos todos a su lado. Que nos acordamos en Navidades y el resto del año, cuando disfrutamos de nuestros hijos, o cuando vemos a otros jóvenes estudiar, practicar deporte o divertirse.

Creo que detrás de este irreversible hecho hay mucho de machismo, de dureza emocional, y que deja un rastro de dolor, en alguna medida, compartido.