Alimentación
Los genes del hambre
Investigadores españoles analizan la genética de los sabores: conociendo la forma en la que los percibimos se podrían diseñar dietas más personalizadas y saludables, en función de los patrones habituales de consumo de cada persona.
Investigadores españoles analizan la genética de los sabores: conociendo la forma en la que los percibimos se podrían diseñar dietas más personalizadas y saludables, en función de los patrones habituales de consumo de cada persona.
Proteicas, altas en carbohidratos, bajas en calorías... Cada año, incluso cada mes, una dieta a la que se le atribuyen cualidades casi milagrosas ocupa el primer puesto en las revistas de tendencias. Sin embargo, el régimen definitivo, totalmente saludable, cien por cien personalizado y de efectividad inapelable, podría estar escrito en los genes. Antes de que el proyecto Genoma Humano ofreciera sus primeros resultados, allá por el año 2000, no existía la tecnología necesaria para determinar qué genes y qué mutaciones nos hacen únicos. Los médicos sólo podían conocer los antecedentes familiares de sus pacientes. Diecisiete años después estamos viendo los primeros pasos de una revolución que está por venir. Si ya es posible avanzar qué enfermedades podemos sufrir leyendo nuestro genoma, ¿por qué no iban nuestros genes a decirnos qué hábitos alimenticios son los que mejor se adecúan a nuestro organismo?
«El primer objetivo es detectar los genes de la percepción del sabor, todavía muy poco conocidos», afirma a LA RAZÓN Dolores Corella, catedrática en el Área de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Valencia. Así, se trataría de «saber cómo sus mutaciones influyen en que se perciban más o menos los sabores; estudiar después esas mutaciones y cómo se asocian con patrones de consumo y ver si esas pautas se asocian o no con estados de salud».
Podemos percibir cinco sabores básicos: dulce, salado, amargo, ácido y el umami, último en incorporarse, descubierto en China a principios del siglo XX, y que podríamos traducir como «sabroso». Los cinco están definidos según sus características. Sin embargo, «cada uno lo percibimos de una manera, y eso condiciona nuestros patrones de consumo», dice Corella. Por ejemplo, aquellos que no perciben bien el dulce tienden a consumirlo en mayor medida, debido a que apenas lo notan. Sin embargo, aquellos que en seguida sienten la sensación de empalago tenderán a rechazarlo más frecuentemente.
Dicho esto, si podemos averiguar cuáles son nuestros genes en la apreciación del sabor, en el futuro podríamos «ver de qué manera se pueden mejorar las percepciones no ideales de los sabores para conseguir que estas personas tengan dietas más saludables».
La clave está ahora en conocer los genes que determinan nuestra capacidad para sentirlos. Se sabe que los receptores T1R2 y T1R3 están detrás del sabor dulce, pero podría haber más involucrados. Para el sabor salado, de momento sólo se conoce que depende del receptor ENaC (canal de sodio epitelial). A día de hoy, del que más han averiguado los científicos es del amargo. Quizá porque las personas lo llevamos «de serie».
Pero quizás, la próxima revolución dietética pueda venir del umami. Este sabor, cuyo máximo exponente sería la salsa de soja, se ha asociado con alimentos que tienen altos niveles de glutamato, un aminoácido que encontramos en el marisco, pescados o carnes curadas, y que provoca que tengamos una sensación de saciedad. Por ello, «ya se está utilizando en productos y estrategias»: cuanto más lo distingamos, menos ganas tendremos de «repetir» plato.
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