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¿Por qué julio no siempre es un mes?
La energía, por sí sola, no es de gran utilidad para el ser humano. La energía está en todas partes, en todo lo que se mueve, en todo lo que se calienta. Somos conscientes de su existencia cuando nos quemamos un dedo, cuando saltamos para coger un libro que nos espera en la última estantería o cuando engordamos después de darnos un atracón de comida. Pero aislada, inconexa, sin poder ser generada, transportada y almacenada, no supone ningún beneficio considerable para nosotros.
A lo largo de la historia, son innumerables los científicos y científicas que han dedicado sus vidas a imaginar fórmulas, mecanismos y tecnologías que hagan posible aprovecharse de la energía. Es decir, a que dicho fenómeno energético pueda convertirse de manera eficaz, estable y relativamente barata en movimiento o en calor.
En este proceso de aprovechamiento, sin el cual ninguno de nosotros estaríamos aquí, aparece un concepto que solemos usar a menudo sin reparar en su importancia: potencia. En términos puramente teóricos, la potencia es la velocidad a la que consumimos energía, el tiempo que tardamos en gastar una cantidad determinada de poder energético. Como se sabrá si se repasa cualquier libro de física básica, la potencia se mide en julios por segundo. El julio es una unidad de trabajo, de energía y de cantidad de calor desprendido y equivale al trabajo producido por una fuerza de 1 newton cuando el objeto al que se aplica dicha fuerza se desplaza un metro.
En la práctica, este tipo de formulaciones encierra un complejo entramado de relaciones entre la energía, el trabajo producido, el movimiento y el calor. Hoy, cuando expresamos estas relaciones en una ecuación para resolver un problema de física o, más sencillo todavía, cuando tocamos una bombilla que ha estado un largo rato encendida y notamos con desagrado que quema, consideramos muy evidente el nexo entre estos fenómenos energéticos, motrices y caloríficos. Pero en los albores de la ciencia de la energía, cuando el ser humano no hacía más que empezar a intuir los mecanismos por los cuales las cosas funcionan de manera natural, hubo que realizar un trabajo intelectual de gran calado para poder establecer ideas que ahora nos parecen evidentes.
Y una de las personas que más participó en ello, que más colaboró con sus teorías al esclarecimiento de las leyes que regulan los procesos energéticos y, por lo tanto, a la posibilidad de controlarlo y aplicarlos para nuestro propio beneficio fue, precisamente, el personaje que dio nombre a la unidad de medida del julio: James Prescott Joule.
Joule nació el día de Navidad de 1818 en la localidad británica de Salford, en el seno de una familia potentada formada por Benjamin Joule y su esposa Alice. Durante sus primeros tres lustros de vida, Joule fue educado en casa, pero a los 16 años se trasladó a Manchester para ser adoptado como alumno por John Dalton, uno de los científicos más eminentes de la Inglaterra de la época.
Fue precisamente la relación con aquel hombre sabio lo que forjó en el joven James Prescott una pasión por el estudio que estaba destinada a revolucionar la física moderna. Su gran aportación al mundo de la ciencia, el establecimiento del equivalente térmico del trabajo mecánico no fue realmente original.
En 1790, el conde de Rumford había expresado un valor aproximado, pero el trabajo de Joule fue mucho más ajustado. Su resultado final había sido precedido de una minuciosa labor de recogida de datos y después de haber desechado todo posible sesgo en las mediciones.
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