Historia

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Sangre española sobre el imperio inca

La primera generación de conquistadores del Perú dedicó casi dos décadas a matarse entre ellos en una sucesión de guerras civiles pródigas en ambiciones, crueldades y traiciones.

El asesinato de Pizarro pintado por Manuel Ramírez Ibáñez, una obra que se exhibe en el Museo del Prado
El asesinato de Pizarro pintado por Manuel Ramírez Ibáñez, una obra que se exhibe en el Museo del Pradolarazon

La primera generación de conquistadores del Perú dedicó casi dos décadas a matarse entre ellos en una sucesión de guerras civiles pródigas en ambiciones, crueldades y traiciones.

Sin tiempo de asimilar la verdadera magnitud del sometimiento del imperio inca, la primera generación de conquistadores españoles se desangró en el Perú durante casi veinte años, entre 1537 y 1554, en sucesivas guerras civiles avivadas por las ansias de poder y fortuna. Fueron enfrentamientos brutales en tiempos brutales, en los que encontraron la muerte los dos líderes de aquella empresa disparatada, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, y que dejaron un reguero de desolación y atrocidades a su paso por territorio incaico. Veteranos de las campañas militares en Italia, del Saco de Roma y de la conquista de México así como soldados curtidos en numerosos enfrentamientos con tropas indígenas –en esa América cuyos contornos empezaban a dibujarse en los mapas–, se desangraron sin remedio año tras año hasta diezmarse «unos contra otros peor que moros y cristianos», como señaló el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo. El coste en vidas humanas fue altísimo y no solo en esa media docena de enfrentamientos cruentos. Tras la batalla los vencedores se prodigaban en una sucesión de ejecuciones, torturas y violaciones. Barbarie sobre la barbarie. Pero los españoles no exportaron ese guerracivilismo patrio al Perú. Cuando Pizarro y Atahualpa se encontraron por primera vez en Cajamarca, en la contienda fratricida entre el inca y su hermanastro Huáscar ya habían muerto más de 100.000 indígenas.

Al margen de las víctimas, la factura para la Corona –que necesitaba perentoriamente de las riquezas peruanas para sostener los numerosos frentes bélicos abiertos en los Países Bajos, Italia y en la guerra contra el turco– fue disparatada: se calcula en 2,8 millones de ducados, lo que equivaldría hoy en día a 75,6 millones de euros, una cantidad ingente con la que «se pudiera conquistar África», tal y como apuntó Pedro Cieza de León. Gracias a éste y otros cronistas conocemos la intrahistoria de esas guerras civiles libradas a más de 9.000 kilómetros de la patria. Porque, como el propio Cieza de León se encargó de recordar, «cuando los otros soldados descansaban, cansaba yo escribiendo».

En esas crónicas ha escudriñado fundamentalmente Antonio Espino, catedrático de Historia Moderna, en «Plata y sangre: la conquista del imperio inca y las guerras civiles del Perú» (Desperta Ferro), una obra en la que ahonda en ese empeño tan español de matarnos los unos a los otros, con las ideas y a veces con las armas, del que las tierras peruanas pueden dar buena fe.

En Cachipampa, cerca de Cuzco, empezó todo un 6 de abril de 1538. Pizarristas y almagristas –los primeros con camisa roja, los otros con blanca– se enfrentaron en la batalla de las Salinas, con Almagro (antiguo socio de Pizarro), ya achacoso, observando las escaramuzas desde la distancia junto a los vecinos de Cuzco. Meses de disputas larvadas derivaron en el inevitable choque de fuerzas. El capitán almagrista dio la orden de no hacer prisioneros y en el bando contrario Hernando Pizarro insistió a su tropa en que no se ensañase con el oponente «pues todos eran cristianos y vasallos de su majestad». A juzgar por las crónicas de la batalla, no le hicieron demasiado caso. Alcanzada la victoria, se ajustició y acuchilló a muchos soldados malheridos o que se habían rendido. Sobre Cuzco caía ya un feroz aguacero.

El propio Almagro fue apresado y ejecutado.

Su muerte, lejos de apaciguar los ánimos, no hizo sino ensombrecer, con más resentimiento, el futuro de la primera generación de conquistadores. Tres años después, los almagristas, liderados por Diego de Almagro «el Mozo», se cobraron la esperada venganza con el asesinato de Francisco Pizarro el 26 de junio de 1541. Desaparecidos de forma violenta los dos principales protagonistas de la conquista, a sus sucesores ya solo les restaba culminar el despropósito matándose los unos a los otros.

Descansar para tomar aliento

En este cruento ajuste de cuentas de ida y vuelta, la batalla de Chupas (septiembre de 1542) significó el fin de la resistencia almagrista. En la derrota resultó determinante la traición de un capitán de Almagro «el Mozo» que concertado con los realistas (liderados por Cristóbal Vaca de Castro, enviado por la Corona para intentar poner orden) habría ordenado a la artillería disparar por encima del enemigo. El fragor de la contienda fue de tal intensidad que los españoles tuvieron que descansar en varias ocasiones «a tomar aliento de nuevo». Las deserciones, otra vez, se multiplicaron. Ya era de noche cuando terminó la batalla, en la que muchos heridos murieron helados tras ser despojados de sus ropas por los indígenas.

Vaca de Castro ordenó arrastrar por el suelo los cuerpos de los asesinos de Pizarro, que fueron descuartizados y clavados en estacas como escarmiento. A Almagro «el Mozo», de 24 años, no le fue mucho mejor. Fue degollado por el mismo verdugo que ajustició a su padre.

Las siguientes luchas fratricidas tendrían como protagonista a Gonzalo Pizarro, que encabezó la revuelta de los encomenderos contra las Leyes Nuevas promulgadas por Carlos I, cuyo empeño por acabar con los excesos cometidos con los indígenas amenazaba los repartos de indios.

En enero de 1546, la batalla de Añaquito alimentó el sueño de Gonzalo Pizarro de erigirse rey del Perú. Los pizarristas cortaron la cabeza al virrey Blasco Núñez Vela, que adornó una picota en Quito, y algunos soldados le arrancaron mechones de la barba para adornar sus sombreros. Su cuerpo quedó abandonado, desnudo, en el campo de batalla.

La insurrección se afianzó aun más en octubre de 1547 tras la batalla de Huarina, la más sangrienta de las contiendas civiles, donde las tropas realistas sufrieron una nueva derrota. Tras una noche en vela y calados por un aguacero, los seguidores de Pizarro desayunaron bizcochos y alfajores con vino, con lo que «se calentaron y cobraron más ánimo», según el cronista Gutiérrez de Santa Clara, marchando al campo de combate al son de trompetas y chirimías y cantando canciones obscenas para motivarse. Tras el enfrentamiento, por orden del maestre de campo de Pizarro dos esclavos africanos remataron a porrazos a un centenar de heridos.

El sometimiento pizarrista, paradójicamente, se produjo en una batalla que no fue tal, en Jaquijahuana, donde seguían vigentes esos códigos de honor que, por ejemplo, llevaron a los capitanes de Pizarro a rechazar, por deshonrosa, la utilización como piqueros de 400 esclavos africanos.

El ejército pizarrista, compuesto de soldados sedientos y ateridos de frío por la falta de leña, ni siquiera llegó a presentar batalla. Las deserciones se sucedieron y a Pizarro no le quedó más remedio que rendirse. Al día siguiente fue ejecutado. Su casa en Cuzco fue derribada y el solar sembrado de sal para borrar la memoria de la rebelión pizarrista.La postrera revuelta del capitán Francisco Hernández Girón contra el poder real, sofocada en 1554 en la batalla de Pucará, escribió las últimas líneas de las guerras civiles. Murió ajusticiado, como los demás caudillos que hallaron la muerte, cegados por la ambición y el rencor, en una sinrazón cainita.

Apogeo y caída del «demonio de los Andes»

Francisco de Carvajal llegó al Perú en uno de los dos barcos enviados por Hernán Cortés desde México en auxilio de Francisco Pizarro. Veterano de las guerras de Italia, como maestre de campo de Gonzalo Pizarro fue sin duda uno de los protagonistas de las guerras civiles, tanto por su genialidad como por su crueldad en el campo de batalla, donde se ganó a pulso el sobrenombre del «demonio de los Andes». Astuto, ingenioso y audaz en la contienda, se mostraba inclemente y despiadado con sus oponentes, incluso después de la victoria (son recurrentes los relatos sobre ejecuciones sumarias, mutilaciones y violaciones a las esposas de los derrotados de las que le responsabilizan diversos cronistas). Recomendaba a sus hombres que apuntaran a sus rivales del vientre para abajo para inutilizar al combatiente.

Alentó a Pizarro a romper con España y erigirse en rey del Perú (llegó a sustituir las armas reales del estandarte por una corona sobre una «P») y en la derrota se mostró ingenioso con el líder realista Diego Centeno, antiguo pizarrista, a quien se excusó por no reconocer cuando fue detenido: «Como siempre vi a vuestra merced de espaldas, ahora teniéndole de cara no lo conocía...». En la horca, a punto de ser ajusticiado, ante la aglomeración de curiosos que querían cerciorarse de su final, les espetó: «Señores, dejen vuesas mercedes hacer justicia». Su cadáver fue descuartizado y desperdigado por Cuzco.