Lisboa
Un Rey que no nos merecíamos
El Monarca contribuyó de manera fundamental a la Transición y a la consolidación de la democracia en España.
El Monarca contribuyó de manera fundamental a la Transición y a la consolidación de la democracia en España.
La noche de febrero en que el Rey Juan Carlos, a la intemperie e indefenso, encerrado con su familia y sus colaboradores cercanos en el palacio de La Zarzuela, paró el golpe, detuvo los tanques y salvó la democracia, escribió Francisco Umbral: «Cuando los españoles creíamos merecer algo mejor que un rey, resulta que tenemos un rey que no nos merecemos». El 23-F sirvió para que los incrédulos se convencieran de la utilidad de la Monarquía y para valorar las credenciales democráticas del hombre que, sometido desde niño a una vida azarosa, salvó la Corona y protagonizó uno de los reinados más largos y fecundos de la historia de España.
Desde la dorada cima de los 80 años y cuando se cumplen 40 de la Constitución de la concordia, de la que fue el principal impulsor, es un buen momento para observar los claroscuros de su vida y de España, tan íntimamente unidos. Comprobar, por ejemplo, cómo los deberes institucionales sofocaron su niñez, abrumado por la enorme carga de responsabilidad que gravitó sobre él desde el principio. Apartado a edad temprana de sus padres y de sus hermanos y angustiado por la dureza con que su padre quiso educarlo, es preciso, a la hora del balance, hacerse cargo de su larga soledad, que empieza a los diez años cuando una noche de noviembre sale de Lisboa en el «Lusitania Express» rumbo a España, país desconocido entonces para él. Cuando se apeó por la mañana en el andén de la estación de Villaverde se dio cuenta de que quedaba a merced de Franco, el enemigo de su padre, que permanecía lejos, en el exilio de Estoril.
La tragedia de Semana Santa, con la muerte accidental de su hermano Alfonso y el drama que protagonizaron después él y su padre, agudizado en 1969, cuando llegó la hora de recuperar la Corona, como sucesor de Franco a título de Rey, marcarían su vida. Tuvo que aceptar el encargo del dictador, que dejaba a su padre, Don Juan, al margen de la linea dinástica. «No lo acepté porque quisiera –confesó años después a la televisión británica–, tuve que aceptarlo porque el país había decidido que reinara yo. Para él debió de ser muy doloroso tener que decidir que yo volviera primero. A veces me estremezco pensando en lo que debió sufrir». Don Juan tuvo que ceder con amargura porque, si no, su familia no volvería a reinar, ni sería posible una Monarquía parlamentaria al servicio de todos los españoles. No, no fue fácil llegar a Rey. Y, cuando llegó, fue recibido con hostilidad por la fuerzas de la oposición democrática y con desconfianza por el núcleo duro del régimen. Estos lo consideraron pronto un traidor y los otros no se fiaban de él porque lo veían como el heredero de Franco. Para unos y otros iba a ser «Juan Carlos, el Breve», y ya ven, acabó protagonizando uno de los reinados más largos y venturosos.
Cuando llegó el momento, el peón de la partida de ajedrez, que habían jugado a distancia durante más de veinte años Don Juan y Franco, emprendió su propio camino para sorpresa de unos y de otros. Ese camino no era otro que el de la monarquía parlamentaria, al servicio de todos los españoles, con respeto escrupuloso a la voluntad popular, cediendo los poderes que le otorgaba el hecho de suceder a Franco en la Jefatura de Estado. Así cumplió –como ha recalcado Anson– el sueño de Don Juan, su padre: la Monarquía de todos y para todos. Poco a poco fue convenciendo a todo el mundo de que se proponía ser, como había dicho José María de Areilza, «el motor del cambio». Con la aprobación de la ley para la Reforma Política –«de la ley a la ley»–, que fue la llave de la España constitucional, nadie podría a acusar ya al Rey ni al presidente Suárez de perjuros. Y a partir del 23-F se impuso el pragmatismo en la opinión pública y entre la clase dirigente: la Monarquía era útil para garantizar y defender la democracia y la estabilidad. Luego demostraría, además, que era un instrumento básico para mantener la unidad de España y para impulsar su proyección exterior. Y España, que nunca ha sido monárquica ni republicana, se hizo juancarlista.
Los que hemos tenido la suerte de tratar alguna vez de cerca a Don Juan Carlos hemos podido observar, a pesar de su jovialidad, la tristeza de su mirada, seguramente por la soledad y el desamparo de su infancia y juventud. Pero, entre sus cualidades humanas que saltan a la vista, destaca su simpatía. Es campechano, tiene naturalidad e indudable atractivo humano. Él mismo se ha definido: «Yo soy como soy: extrovertido, patalallana, nada complicado». Es un Rey cercano –lo de «Rey Emérito» es una simpleza y no debe de agradarle nada–, que sabe escuchar y que dice a cada uno lo que quiere escuchar, un rey sencillo y humano, pero sin perder el aura de la «auctoritas». Con una rara habilidad, ha manejado toda su vida el juego de la cercanía y de la distancia. Ésa es la gracia de su personalidad, que facilitó su poder moderador, y, en gran manera, la enorme popularidad que gozó en su día y que quedó oscurecida al final de su reinado por una serie de fallos personales y problemas familiares, además de por el desprestigio general de la clase política y de las instituciones públicas. Fue el momento en que el largo pacto entre la Corona y los medios de comunicación, que él tanto había cuidado, se rompió y su vida privada quedó a la intemperie. Pero el Rey Juan Carlos, en el que hasta sus fallos humanos son transparentes, fue hasta el último momento, hasta su dolorosa abdicación, un Rey constitucional. Nunca traspasó esos límites.
A estas alturas existe perspectiva suficiente para valorar en su justa medida la dimensión histórica y humana de este hombre, que restauró la concordia y las libertades, con la colaboración cercana del presidente Adolfo Suárez, a quien, a pesar de la amistad, sacrificó en su día, presionado por unos y otros, en una de las decisiones más dolorosas de su vida. Y cuando, abrumado por las lesiones y las críticas, comprendió que la Corona empezaba a perder brillo, se apartó discretamente a un segundo plano para no hacer sombra a su heredero, Felipe VI. Su arrinconamiento, desde entonces, y la falta de reconocimiento público en determinados momentos, como en la solemne celebración de los cuarenta años de las primeras elecciones democráticas, le han producido momentos comprensibles de rabia y amargura. Él fue, como ha dicho, el que tiró del carro de la Transición. Ya es hora del desagravio y del reconocimiento público. Bien se lo merece. Estos redondos 80 años de Don Juan Carlos de Borbón, cuando se cumplen 40 de la Constitución, ahora tan zarandeada por algunos, son un buen momento. Recordando su fundamental contribución al proceso de la Transición y a la consolidación de la democracia en España, además de su esencial papel de moderador de la vida nacional durante cerca de cuarenta años, hay que convenir en que los españoles tuvimos suerte con este Rey que no nos merecíamos.
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