Joaquín Marco
Ante el pozo
Europa tal vez sea una imprecisa idea que convendría rellenar de contenidos y aún más de actuaciones. No estamos en el buen camino sino ante un pozo
Aquella Europa que debía prolongarse, fuerte y unida, hasta los Urales, más allá incluso de las ideologías, cuando aún las había, se está deshaciendo en la boca como un helado, aunque de sabor amargo. Así la soñó el mitificado general De Gaulle, al que no puede achacársele falta de patriotismo. La Francia de hoy, que observamos agitarse no sin violencia, ya al margen de su tradicional «grandeur», mediante movimientos sociales que tal vez sintonizan con un desengaño generalizado hacia formaciones políticas convencionales. Las observamos a un lado y otro del Atlántico, encaminadas hacia el populismo, sin precisar lo que dicho término implica, aunque intuimos que contiene elementos negativos. Se dice que en las manifestaciones galas coincide la extrema izquierda con los fascistas de Le Pen en un revoltillo anarquizante. Nuestras protestas del 15M se canalizaron más tarde, por fortuna, en un partido más o menos tradicional, Podemos, hoy presunto aliado del gobierno socialista, aunque no duda en ponerle en un brete a la menor oportunidad o sumarse, incluso, a la petición de dimisión de Josep Borrell. Pero Francia, que a menudo anticipa malestares que trascienden fronteras, ha descubierto que el liberalismo puro y duro de su homólogo estadounidense no supone la oportuna solución.
Hubiéramos debido poner medios para evitar la tan significativa huida de un país que nunca aprobó la idea de una Europa homogénea. Gran Bretaña, con su Brexit, de tener éxito, porque todavía puede producirse el salto atrás, no significa tan sólo el retorno al tradicional nacionalismo, sino la desconfianza ante el imperfecto producto calificado alegremente como Unión Europea, bastante devaluado ya, transformado en una compleja burocracia marginal a los deseos de unos ciudadanos desconfiados, escépticos, encaminados hacia la vejez colectiva, decadencia que se entiende como irremediable. De aquellas potencias nacidas de la más dura de las guerras del pasado siglo poco se sabe. Faltas de ideólogos, lanzadas al beneficio económico de los menos, sin minorías dirigentes, sumidas en la vulgaridad entendida como signo de libertad. La desconfianza hacia la idea misma de Europa cabría entenderla como pérdida de liderazgo, aunque el destino de Europa nunca fue demasiado claro. Los reaccionarios españoles, que crecen ahora como setas ante tanta lluvia, defendían que los Pirineos nos salvaban de la contaminación liberal. Pero más de un país ha creído ver, todavía mudo, que el Brexit británico era la señal de partida para abandonar la anquilosada articulación de la UE. Italia se ha mostrado rebelde con la excusa de los presupuestos y conviene admitir que Alemania, pese a los esfuerzos de la Canciller, que ha anunciado ya la fuga, ha dejado de ser lo que fue. Cuando los países fundadores pierden fuelle, el resto tiende a buscar alternativas y qué mejor refugio que los viejos nacionalismos. El patrioterismo más exaltado lo hemos podido medir hace pocos días con el rancio Gibraltar español que el general Franco exhibía cuando se creía en dificultades. No deja de ser curioso que la multa por actividades, más o menos ilícitas, aunque reprobables, del Ministro de Asuntos Exteriores coincida con la campaña desatada por su posición frente Gibraltar. Este Peñón, tan productivo para sus contados habitantes, como para algunas empresas privilegiadas y tan oportuno para el Campo por su estratégica posición mediterránea, sirve para un fregado y un barrido.
Europa observa, asiente sin aspavientos. Pero ¿qué resta de aquel ideal, de existir? Poco más que la idea de unos EE.UU., faro de las libertades, porque llegó a serlo. A Europa le falta descubrir y retomar el sendero que le permita sustituir la idea del progreso económico y paraíso de las clases medias por valores más efectivos y motivadores, como el liderazgo en las nuevas tecnologías, el nuevo humanismo o un equilibrado reparto de la riqueza. Cabe revisar la xenofobia que también hasta aquí ha llegado. Quien asegura que Francia ha llegado a convertirse en un país de pobres y una minoritaria cúpula de ricos no anda muy desencaminado. El conjunto de Europa siempre ha observado a los EE.UU., de reojo y rebusca en las viejas ideas otra fuente de rejuvenecimiento, también en aquellos países que llamábamos del Este. El Brexit debería tomarse muy en serio, aunque haya sido favorecido –que lo ha sido– por manejos subterráneos (también Trump logró su presidencia con semejantes artilugios), un signo de desconfianza de los ciudadanos que dudan de la eficacia de un proyecto que apenas existe, manejado por gobiernos que no discuten ya en los Parlamentos, sino en oscuros despachos de países ajenos. Ni el Imperio Romano, ni Napoleón, ni la paranoia hitleriana pueden calificarse de modelos. Nos sentimos más europeos cuando salimos del Continente o así ocurría antes. Por el contrario, los estadounidenses se sienten más «americanos» cuando nunca han viajado fuera de su estado. Europa tal vez sea una imprecisa idea que convendría rellenar de contenidos y aún más de actuaciones. No estamos en el buen camino sino ante un pozo.
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