Joaquín Marco
Teoría y práctica política
Aunque en nuestro ámbito universitario figure un bloque de estudios calificado como ciencia política, los hechos vienen demostrándonos la distancia que la separa de cualquier ciencia, con una práctica inviable. El humillado Pablo Iglesias en sus inicios pretendía, con escasa intuición, asaltar los cielos, aunque los jóvenes de entonces se mostraran atraídos por propuestas de escaso sentido filosófico. Les movieron impulsos, sentimentalidad, buenas intenciones, una vida comunitaria. Ahora, se ha situado en el lado opuesto. No sólo no confía ya en un presidente en funciones sino que las 370 medidas que le han propuesto, aún antes de leerlas (alguna que otra le suena bien) solo tratan de convencerle de un PSOE desbocado hacia una nueva cita electoral que nadie dice desear, aunque algunos partidos creen que van a poder mojar. La práctica política o praxis les aviva los sentidos y les torna desconfiados. Iglesias, el humillado, dice apartarse, pero su mujer pretende lograr un puesto de la mayor responsabilidad en una coalición que sólo Unidas y Colau pretenden.
Entre tanto, la conciencia ciudadana se muestra cada vez más resabiada con una clase, oficio o vocación que parece no entender la naturaleza de los poderes. Apenas quedan los menudillos de aquella propuesta algo ingenua, pero surgida del fragor de las calles. El humillado secretario general de Unidas Podemos suponía -y tal vez no le falte razón- que se está ya preparando la convocatoria de nuevas elecciones. La mutua desconfianza entre partidos que dicen representar la izquierda española muestra que la práctica política queda todavía lejos de teorizaciones que procederían de una cada vez más apreciada filosofía, abocada a reflexionar sobre su propia terminología.
Cuando inicié mis estudios universitarios se suponía que el ámbito de Filosofía y Letras nos inclinaría hacia la reflexión y el pensamiento crítico. Pero en aquel entonces, salvo alguna excepción, se nos introducía –dado el papel dominante de la Iglesia Católica en el franquismo– en un tomismo retorcido, aplicado incluso en asignaturas como Psicología que en los sesenta del pasado siglo cerraba los ojos incluso ante una reemota revolución freudiana. Theodor W. Adorno nos iluminaba cuando escribía a finales de los sesenta: «Entre el espíritu y la ciencia se extiende un vacío. Ya no sólo la formación especializada, sino la cultura misma ha dejado de ser formadora. Se polariza conforme a las exigencias de lo metódico e informativo». Es preocupante que la política, considerada en siglos anteriores como auténtico arte, se nos disfrace de ciencia. No es de extrañar que aquí podamos observar actitudes casi surrealistas en políticas que tienen más en cuenta sus posibilidades de éxito –razón práctica– que planteamientos defendidos en programas con una exagerada participación publicitaria y en técnicas de comunicación, alejándose de quienes acaban convertidos en sujetos pasivos de malabarismos: una población deseosa de ser administrada racionalmente. El cada vez más concentrado poder económico traza las líneas por las que discurren los partidos. La derecha aplaude y la izquierda combate entre sí por los restos del festín. Tal vez nos encaminemos de nuevo a las urnas, aunque me temo que poco van a remediar. Sean doscientas propuestas de Unidas Podemos o trescientas setenta del PSOE, todo parece indicar que nadie, en el ámbito de la izquierda, había hecho bien sus deberes. A la derecha trivalente, feliz observadora, se le va añadiendo la nunca olvidada corrupción pasada que hinca sus uñas en un presente tan complejo como el que estamos viviendo. Cruje Europa (ya veremos cómo termina el Brexit), los EE.UU. enloquecieron, Africa avanza en justicia social, a la velocidad del caracol. Iberoamérica no sabe descubrir sus propias heridas, que las tiene y muchas. China arroya y su modelo de vida queda a años luz de nuestras sociedades. Y, por si faltara poco, el viento económico de cola ya no nos favorece.
A aquellos antaño calificados como intelectuales tal vez los hemos sustituido equívocamente por los contertulios, de formación y práctica periodística, que, sin embargo, nos complace oír. Tampoco muchos colaboradores de prensa podemos equipararnos a otros que nos precedieron. En el ámbito universitario, el término medio de los enseñantes ha mejorado y hay alguna cabeza que sin duda merece seguirse, pero nuestras universidades resultan de techo bajo. Tal vez el problema que subyace en la política española, a la par de la de otros países, resulta de una cierta indigencia cultural, un problema subyacente. El sistema educativo carece de recursos necesarios y nuestros flamantes universitarios de diez se verán obligados a añadir méritos añadiendo a su curriculum algún master de universidades de mayor raigambre. El humillado Pablo Iglesias y parte de su equipo inicial (no sé si le restan muchos) habían sido profesores universitarios, una piña. A Pedro Sánchez le pusieron hasta en duda la originalidad de su tesis doctoral. Se muestra –y lo pareció– como un falso solitario que se ha construido imagen y vida. Si la política debe inscribirse entre las disciplinas del espíritu se entienden tantas torpezas. Proceden de las emanaciones de un país renqueante que siempre parece dispuesto a mejorar, aunque lo consiga con tantas dificultades.
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