Historia

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Trinidad Muñoz Gutiérrez (102 años) testigo del 18 de julio: «Escondimos a unas monjas en el piso para protegerlas»

En noviembre cumplirá 103 años. Es la vitalidad en estado puro. Le cuesta volver la vista al arranque de la Guerra Civil: vuelve a sentir el miedo

Trinidad Muñoz Gutiérrez
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Hay una cosa que Trinidad Muñoz Gutiérrez no perdona: «Hay que creer en Dios. ¿Tú crees en Dios?». Nació el 20 de noviembre de 1913 en Ávila y, a pesar de sus 102 años, todavía recuerda aquel 18 de julio de 1936. «Yo trabajaba en Madrid, en una casa, cuidando pequeños, que estaba en la calle de Rodríguez San Pedro. Ese día había decidido salir con los niños a dar una vuelta por Pintor Rosales. Al llegar, vi un montón de hombres que procedían del cuartel de la Montaña. Venían corriendo, algunos descalzos. Ahí es cuando me di cuenta de que la guerra había empezado». Los recuerdos de aquellos años no han mermado el humor de esta mujer dura, amable, que reconoce que en la contienda vio de todo, «hombres buenos y malos». Y lo dice de unos y de otros, sin distinguir a las personas por el color de la guerrera. Vivió en Madrid el primer año de la contienda y lo vio todo. «¿Usted sabe dónde está la casa que llaman De las Flores? Ahí, delante, tendían los cadáveres de los muertos.. Todos en fila, uno detrás de otro...». En aquellos instantes, un portero hizo un acto de humanidad y evitó que una tropa registrara el domicilio donde ella estaba empleada: «Les dijo que nosotros éramos de los suyos y que allí no había nada que buscar. ¿Por qué lo hizo? No sé, a lo mejor un día le dieron una buena propina o se portaron bien con él. Esas cosas no se olvidan». Trinidad no sabía lo que era la guerra; Trinidad ni siquiera podía imaginarse cómo podía ser, pero lo descubrió muy pronto. «Fueron días terribles. Ibas por la calle Alcalá y, de repente, caía un obús, uno de esos que tenían forma alargada, como la de un melón. Al estallar, ¡zash! segaba la vida a tres o cuatro personas. Así, sin más. Solían dispararlos desde las afueras, la Casa de Campo o por ahí. Era todos los días. Vivir era una cuestión de suerte, de carambola».

A su hermano se lo llevaron a combatir al frente nacional (fue herido por un mortero y resultó que él fue uno de los dos soldados que sobrevivieron de todo un batallón) y ella se quedó atrás, mientras sus padres tuvieron la fortuna de refugiarse en unas haciendas a las afueras de la capital, en una finca de la sierra, en La Navata, donde ella llegaría más tarde, bastante más tarde, pero con unos cuantos recuerdos clavados en la retina para siempre. «Teníamos un piso, con un par de balconcillos que daban donde hoy está el Ministerio del Aire, en Moncloa. Entonces, en ese mismo sitio estaba la cárcel. Todas las noches veíamos cómo sacaban de ahí a un montón de personas. Algunos con chaqueta, otros sin ella; unos jóvenes, otros mayores. Daba lo mismo. Los subían a camiones. Algunos de los vehículos estaban cubiertos, pero otros, no; otros estaban descubiertos y los veías a todos ahí. Se los llevaban...». Esas semanas no sabía que la mayoría de esos presos acabarían en las fosas de Paracuellos. «Recuerdo que teníamos mucho miedo. Y nosotros que, además, escondíamos unas monjas en el piso para protegerlas, imagina cómo lo paábamos...».

Un salvoconducto permitió que pudiera salir del cerco de Madrid y reunirse con su familia. En la sierra, donde se refugió, seguía escuchando las estridencias de los combates, viendo pasar soldados, «de todas partes, de todas las ideologías». Sufrió las consecuencias de un robo en su nuevo domicilio y conoció a un militar que era una buena persona que llamaba todos los días a su mujer mientras pasaba las noches con una querida. «Lo importante es que estoy aquí, que la vida me ha tratado bien. Y eso es porque creo en Dios. ¿Usted cree en Dios».