José María Marco

España me mata

Las paranoicas declaraciones de Marta Rovira –más allá del improcedente ataque de rabia que suponen– ponen de manifiesto que el tenderete del relato independentista se está viniendo abajo por momentos

España me mata
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Las paranoicas declaraciones de Marta Rovira –más allá del improcedente ataque de rabia que suponen– ponen de manifiesto que el tenderete del relato independentista se está viniendo abajo por momentos.

Muchos catalanes, y más en concreto los catalanes nacionalistas, se han complacido en invenciones, entelequias y quimeras acerca del resto de España. De hecho, está por hacer una historia de Cataluña a través de estas fantasías. Revelaría muchas más cosas de lo que parece acerca de la mentalidad, la ideología y las querencias y efusiones emocionales del nacionalismo. España, como es natural en quienes no pueden dejar de ser españoles, forma parte de la intimidad sentimental de los nacionalistas catalanes. Hay una «pasión española» en el nacionalismo, y las últimas e incendiarias declaraciones de Marta Rovira, la candidata de los republicanos nacionalistas a la Presidencia de la Generalitat, no hace más que confirmarlo.

En los primeros tiempos, los nacionalistas reelaboraron viejos tópicos, casi conmovedores, acerca de la meseta inhabitada y seca. El joven Prat de la Riba salió por primera vez de Barcelona en tren para Madrid y, habiéndose dormido pronto, se quedó de piedra cuando, al despertarse, vio que las vías de ferrocarril atravesaban un bosque y no un desierto, como le habían dicho que era el centro de la península. Se sosegó cuando le dijeron que todavía estaban en Aragón. El poeta Joan Maragall se emociona con falsedades, como cuando no se le ocurrió otra cosa que invitar a Castilla a que conociera el mar, como si Castilla no hubiera sido una gran potencia marítima durante muchos siglos, como lo ha sido, y lo sigue siendo en muchos aspectos, toda España. Madrid, o «Madrit», era una ciudad de parásitos, señoritos y funcionarios, síntesis de una raza degenerada, que se dedicaban a la buena vida chupando la sangre a los laboriosos y ahorradores catalanes: en este caso ni existían los aranceles, y las oligarquías catalanas nada tenían que ver con las castellanas.

Estos lugares comunes no son distintos de los que difunden los nacionalistas españoles de la misma época, es decir los regeneracionistas, los noventayochistas, los institucionistas y, en parte, algunos republicanos. Son motivos intercambiables y los dos revelan la misma mentalidad. España, es decir la nación liberal y constitucional española, es un fracaso, una impostura. Hay que acabar con ella de una vez por todas. Demolerla, abrasarla, machacarla para que de las cenizas y de las ruinas surja lo que está latente, reprimido y maltratado: el auténtico pueblo español o, en su caso, el catalán (y el vasco, claro está). Entidades naturales, ajenas a la historia, impolutas, vírgenes. Ahí está lo auténtico.

Azaña se quedó tan sorprendido como el joven Prat de la Riva con sus bosques mesetarios, cuando cayó en la cuenta que los nacionalistas catalanes se habían tomado en serio lo que él mismo había venido manteniendo sobre España durante décadas. ¡Pero si no era eso!, es lo que insinúa cuando habla de la «musa del desengaño» para referirse al chasco que le sobrecogió cuando los nacionalistas catalanes dejaron de bailarle el agua como habían hecho hasta entonces. (Hoy estamos en las mismas, por si alguien no se hubiera dado cuenta: la cosa, después de tanto elogiar –no se sabe si leer– a Azaña, no deja de tener su guasa.)

La dictadura de Franco despejó algo las fantasías. Había resultado demasiado evidente que Cataluña no se podía pasar del resto de España. El realismo, sin embargo, tenía los días contados. Quienes se consideraban herederos del antiguo anhelo volvieron a hocicar en los tópicos, amparados ahora por la ola progresista que identificaba España con el «franquismo» y la sociedad española con una mentalidad atrasada, provinciana y reprimida. Fueron los años en los que Barcelona se alzó con el marchamo de la modernidad. Vázquez Montalbán, en la versión más basta del nacional comunismo (con Rufián hemos descendido varios peldaños más, algo que parecía imposible), elaboró los mitos fundadores del nuevo nacionalismo, incluido el Barça como punta de lanza de la revolución.

La alianza entre progresistas y nacionalistas, aceptada por el centro derecha como algo sin remedio, continuó elaborando su imagen de país durante la democracia. Como todo nacionalismo, el catalán necesita un enemigo interno que le permita distinguir dónde está lo auténtico y dónde lo falso. Los tópicos sobre la España que nos roba, la superioridad de la cultura catalana, la lengua catalana como la seña suprema de identidad –a la vez que amenazada: la nación nacionalista siempre está en peligro y siempre a punto de desaparecer– volverán, puestos ahora al servicio de la construcción de la nación de Cataluña, la única verdadera del Estado medio fallido en que consiste eso que llamamos España.

La derrota del nacionalismo y el cierre del «procés» llevan al descubrimiento
–también por parte del progresismo español– de que España era algo más que eso. Hay repliegues que se quieren tácticos, como aquellos según los cuales no estábamos preparados. Hay huidas hacia adelante, como las del «Govern» exiliado en Bélgica, un país con un largo historial hispanófobo. (No todos los belgas son tan primitivos, claro está.) Y hay accesos de rabia y puestas en escena paranoicas, como las de Marta Rovira cuando salta del «España nos roba» a lo del «Estado español nos iba a matar». Todo el tenderete nacionalista y regeneracionista, tan cochambroso en el fondo, se está viniendo abajo. Rovira, que sueña con verse envuelta en la pantomima de un nuevo Guernica, ha empezado a escribir su epitafio.