Las crónicas del salitre

Olé olé

Alfonso de Hohenlohe no paraba y su hijo Hubertus es de tal palo, tal astilla

Richard Quest, de la CNN, y Hubertus de Honenlohe en Puerto Banús
Richard Quest, de la CNN, y Hubertus de Honenlohe en Puerto BanúsJosé Luis Salas

Marbella ya estaba inventada desde hacía cientos de años, pero debemos reconocer el empujoncillo que algunas personas le dieron, especialmente foráneas, a lo largo de todo el siglo XX. De entre todos ellos, destacan dos: Ricardo Soriano y su sobrino Alfonso de Hohenlohe. Por sus logros, Soriano da nombre a la principal y céntrica avenida de la ciudad, pero es que Alfonso es mucho Alfonso (también con avenida propia en la Milla de Oro). Hace unos días me tocó asesorar al presentador estrella de la CNN en Europa Richard Quest, muy interesado en conocer detalles de la intrahistoria de Marbella y Puerto Banús. Venía de pasar todo un día con Hubertus Von Hohenlohe, quien también le acompañaba.

Hacía algunos años que no me topaba con Hubertus, el primogénito que Alfonso tuvo con la fantástica Ira de Fustenberg (casualidad: acababa de verla en una reemisión televisiva de “No desearás al vecino del quinto”). Además de listo e intuitivo, Hubertus es muy cercano; los había llevado a comer churros a la plaza de Los Naranjos, aunque eso sí, llegaron a bordo del Ferrari que su padre recibió como regalo de boda a finales de los años cincuenta. Le hice un morral de entrevistas al príncipe Alfonso de “Olé Olé” (el chascarrillo es real, porque mucha gente de la Marbella de entonces le llamaba así dada la similitud fonética de las palabras, y el cachondeo añadido). Volviendo a las interviús, en cuanto Alfonso se daba cuenta que el inevitable “chau chau” me importaba un carajo, entrabamos en el meollo, y la entrevista se transformaba en una charla de mesa y mantel. El creador del Marbella Club, entre otro puñado de cargos, títulos e inventos, era ingeniero agrónomo por la universidad de California, materia que le encantaba, tanto que sus mejores amigos en el hotel, eran los jardineros… y también los cocineros.

Siempre aborreció de Jesús Gil, cosa que hizo públicamente, pues no soportaba que nadie destruyera la fisonomía y autenticidad de una ciudad como Marbella. Su truco hostelero lo resumía en este comentario: “Mira José Luis -usaba mi nombre de pila y no mi apellido- yo le di a mis amigos ricos y nobles una cosa que nadie les había ofrecido: un lugar natural, increíble y auténtico como Marbella, donde huir de protocolos y poder bailar descalzos en la arena de la playa”. Este dato final es real, pues me enseñó el “pickup” que se trajo de Estados Unidos, cuyo altavoz terminaba encima de un poste de telégrafos que plantaba en la playa de un recién abierto Marbella Club, creando un escenario único en el que se movía toda la nobleza europea, junto a los artistas y gente especial que le gustaba invitar.

En los últimos tiempos se fue a Ronda a montar sus viñedos. Los primeros vinos eran malísimos, pero a la tercera cosecha la cosa empezó a cambiar para muy bien. La última vez que le vi, venía de su bodega en pantalón corto y con manchas de mosto; llevaba unas pruebas que debía catar el insigne restaurador Santiago Domínguez.

Alfonso nunca paraba y su hijo Hubertus es de tal palo, tal astilla; acaba de inaugurar una exposición fotográfica en la Galería Isolina Arbulu de Marbella, bajo el epígrafe: “Narcisistic Overload”, y el remate del tomate: ha retomado su carrera musical que empezó en los 80 (tuvo algún éxito en Alemania), con un tema “Yo no sé cantar flamenco”, fruto de una noche de farra con los mejores artistas calés de España, y cuyo videoclip ha sido grabado en las Tres Mil Viviendas de Sevilla. Al margen de alguna rima “de arte moderno asonante” fruto de la mezcla de alemán, inglés, italiano y mexicano (también fue atleta olímpico por este país), la copla y su pegadizo estribillo tienen mucha, mucha guasa, sobre todo cuando te apellidas “Olé Olé” (Hohenlohe), y tu nombre artístico es “Gipsy Prince”.