Crítica de libros
La increíble historia de Salvador Alvarenga y sus 438 días a la deriva
El sábado 17 de noviembre de 2012 Salvador Alvarenga, pescador salvadoreño de ascendencia española y su compañero Ezequiel Córdoba se hicieron a la mar para ir a pescar en su pequeña embarcación de apenas siete metros y medio de eslora. Al ser pescadores profesionales, y vivir de lo que pescaban, no dieron mayor importancia a un aviso de tormenta que, con olas gigantescas y vientos huracanados, les alcanzó de lleno a las pocas horas. Con el motor, la radio y el GPS maltrechos por el temporal, no pudieron regresar a puerto.
Catorce meses después, el 30 de enero de 2014, con el pelo largo, barba poblada y sin poder apenas hablar ni caminar, Salvador llegó a la playa del atolón Ebon en las Islas Marshall, a siete mil millas de donde partió con su bote. Gracias a una dieta a base de pescado crudo, tortugas, pequeños pájaros, agua de lluvia y su propia orina, pudo sobrevivir en alta mar. Por su parte, Ezequiel, quien se negó a tomar esos alimentos, murió pocas semanas después de la tormenta que les convirtió en náufragos.
Fascinado por la historia, el periodista estadounidense Jonathan Franklin, que escribe regularmente para The New York Times, The Boston Globe y The Guardian, entre otros periódicos, entrevistó en numerosas ocasiones al pescador y a todos aquellos que estuvieron presentes cuando apareció en las Islas Marshall, y también a aquellos que le acompañaron en los días posteriores mientras estuvo hospitalizado.
De todas estas conversaciones surge “Salvador: la increíble historia de Salvador Alvarenga y sys 438 días a la deriva”, el relato de una odisea sobre la resistencia, el ingenio y la brutal determinación de un náufrago por sobrevivir más de un año en alta mar que acaba de publicar en castellano Alienta Editorial y del que a continuación reproducimos unos fragmentos.
[...] «Se avecina tormenta», dijo a sus empleados Willy, el propietario de las barcas, por mucho que la experiencia le hubiera enseñado que, excepto un huracán o una resaca importante, poco había que impidiera que Alvarenga y los demás se echaran a la mar.
Más que eso, a Alvarenga le preocupaba más la posibilidad de no zarpar sin su habitual cargamento de limones y sal para preparar ceviche. «Siempre llevaba provisiones de más por si acaso teníamos que estar fuera una jornada adicional, por si nos perdíamos un poco o una tormenta nos obligaba a desviarnos de la ruta. Tienes que salir al mar preparado. Yo estaba acostumbrado a quedarme fuera más tiempo que los demás. Cuando no conseguían una buena captura, los otros siempre volvían a tierra. Yo no. Yo seguía allí y volvía a intentarlo, echaba la línea en otro lugar. Era un buen pescador.»
[...]Mientras seguía cortando olas y viendo como las montañas de la costa empezaban a difuminarse en el horizonte, Alvarenga empezó a relajarse. No era consciente de que viajaba hacia el oeste aproximadamente al mismo ritmo que un enorme Norteño se formaba y avanzaba desde el nordeste. La tormenta estaba todavía detrás de las montañas, no había mostrado aún su cara. De haberse parado a comer, habría visto que aunque el cielo seguía estando azul, hacia el nordeste se abrían paso franjas de finas nubes grises, modestas avanzadillas de una tormenta que aún no despertaban el sistema de alarma por el que los pescadores veteranos captan los cambios de tiempo horas antes de que los que están en tierra olisqueen siquiera el peligro. La tormenta, que acechaba a Alvarenga, empezaba ya a vislumbrarse en los mapas de los meteorólogos como el «Frente frío número once». Estaba ganando fuerza en tierra pero no había alcanzado aún a los hombres que se alejaban de la costa.
[...]No había más barcas en el horizonte, aunque Alvarenga no alcanzaba a ver ni siquiera a un kilómetro de distancia. No llovía, pero la espuma le empañaba la mirada. «El océano brincaba y le dije a Córdoba que aguantara —explicó Alvarenga—. Íbamos superando las olas, que no eran muy grandes, pero aun así, saltábamos por encima del agua y caíamos luego con fuerza.» Alvarenga sabía que el temido Norteño estaba en ciernes. «Era evidente, se olía. Lo notaba en el cuerpo, era una sensación que había experimentado muchas veces.» Aquellas tempestades se caracterizaban por ráfagas violentas de viento y poca lluvia, y podían durar días, explicó Alvarenga, que recordaba el vendaval, la ausencia de lluvia y nubes altas y dispersas. «Era un día agradable y soleado —dijo—. Y hacía calor.»
A medida que los dos hombres se fueron alejando de la costa, el viento aumentó de intensidad y pasó de soplar a treinta kilómetros por hora a hacerlo a cincuenta, aún muy por debajo de los ciento veinte kilómetros por hora que señalan un huracán de categoría uno, pero lo suficiente para que el joven Córdoba estuviera muerto de miedo. «Es un viento que silba —le explicó Alvarenga—. Las olas vienen por aquí, por allá. Y rompen en todas direcciones. Tienen dos metros de altura y chocan entre ellas.» La conversación cesó con la intensificación del viento. Córdoba se aferró a la proa, sujeto con fuerza a la borda.
[...] Alvarenga conocía el peligro de las tormentas mejor que la mayoría, pero estaba en racha, acababa de capturar media tonelada de pescado y había mucho más aún por pescar. Las tormentas eran habituales en aquella época del año; noviembre siempre era complicado. La clave, le explicó a Córdoba, era saber interpretar el viento, las olas y las nubes. Una simple mirada a las olas y al cielo le proporcionaba información suficiente para calcular la fuerza de cualquier tormenta. Las ráfagas de aquel día tenían dientes afilados, percibía su poder en el banco de nubes que empezaba a acumularse por encima de las montañas, hacia el este. Pero Alvarenga aceptó el reto y se negó a cambiar de planes. De haber navegado con acceso a Internet o a los informes meteorológicos, los habría cambiado drásticamente. Pero en ausencia de avisos claros, los dos hombres tomaron posiciones: Alvarenga al timón y Córdoba bocabajo, como un mascarón de proa, observando la presencia de escombros que pudieran destruir o volcar la barca. Los cocos que flotaban a veces en el agua, prácticamente invisibles cuando el mar estaba picado, emitían unos «¡clac!» espantosos al chocar contra el casco. Los troncos de árboles podían quedar atrapados en la hélice y catapultar la embarcación. Las redes de pesca abandonadas podían ensuciar el motor. Una tortuga podía destruir completamente la hélice.
[...]Serían alrededor de las ocho de la mañana cuando oyó la primera tos. No era una protesta evidente del motor, sino más bien una especie de hipo o el gruñido que emite alguien cuando tose para aclararse la garganta. El Yamaha había estado funcionando a la perfección, pero era el mismo motor que le había fallado a principios de semana. En cuestión de diez minutos, la tos del motor empezó a sonar a crónica.
Hacia las nueve de la mañana, Alvarenga divisó el perfil de las montañas en el horizonte. Estarían a unos treinta kilómetros de tierra firme. Asomó la cabeza por encima de la chaqueta y buscó puntos de referencia que le resultaran familiares. Ya no necesitaba para nada la electrónica, había recorrido aquella distancia centenares de veces. Sólo había, pensó, un peligro que afrontar: la espuma en la costa, donde rompían las olas, sería terrible. Llegar a tierra en plena tempestad era tan peligroso que los pescadores se pegaban a la borda de las embarcaciones listos para arrojarse al agua, prefiriendo ser arrastrados hasta la orilla por la corriente antes que morir aplastados al volcar el barco.
Alvarenga apenas había tenido tiempo de saborear la alegría de avistar tierra cuando la tos del motor se transformó en una carraspera insistente. ¿Estaría comprimido el conducto del gasóleo? ¿Se habría soltado alguna pieza? «No podía creerlo. Podía ver la costa. Estábamos a veinticinco kilómetros de tierra firme y el motor se estaba muriendo.»
Alvarenga decidió apagar el motor, hacerle una modesta puesta a punto y proseguir el viaje. Los riesgos de no verificar el motor eran evidentes. Tres años antes, había sufrido una avería grave en la que el motor se había ido desintegrando hasta el punto de que la hélice giraba con tanta lentitud que no lograba avanzar a más de un par de kilómetros por hora. Había sido un trabajoso regreso de tres días hasta tocar tierra firme. Pero después de diez minutos de reparación, retirada y limpieza de bujías incluidas, el motor se negó a volver a ponerse en marcha.
Sonaba como si no hubiera ni chispa ni combustible y como si, además, no existiera ninguna conexión entre ambos. Cada vez más contrariado, Alvarenga tiró una y otra vez de la cuerda del motor fueraborda. Le salieron incluso ampollas en los dedos índice y medio. Como el guitarrista que tiene que alternar los dedos por culpa de los callos, Alvarenga empezó a utilizar el anular. Tiró de la cuerda hasta que incluso el meñique le quedó entumecido por el dolor. Al final, la cuerda se partió. Sin cuerda para poner en marcha el motor, Alvarenga empezó a sentirse desnudo ante la fuerza de la tormenta. Dejó a un lado el motor e intentó, sin suerte, montar otra cuerda. Explotó finalmente de rabia. «Me cago en el puto motor, vete a la mierda.» Sacó entonces la radio y llamó a su jefe.
—¡Willy! ¡Willy! ¡Willy! El motor se ha estropeado —gritó Alvarenga por radio.
—¡Chancha, Chancha! Cálmate, tío, y dame tus coordenadas —respondió Willy desde los muelles de Costa Azul.
—No tenemos GPS, tampoco funciona —dijo Alvarenga, cada vez más frustrado.
Comprendiendo que podían ser visibles desde la costa, Willy encontró la solución.
—Echa el ancla —le ordenó a Alvarenga.
Willy imaginó que Alvarenga podía echar el ancla y capear así el temporal. Si estaba tan cerca de la costa, enviarían una rápida misión de rescate para recoger a los hombres en cuanto la tormenta amainara mínimamente. En el peor escenario, salvarían a la tripulación y regresarían luego a por la barca.
—No tenemos ancla —respondió Alvarenga a la radio.
—Ok, Chancha. Venimos a por ti. Enviaremos a Trumpillo —replicó Willy.
—Si pensáis venir a por mí, venid ya, estas olas son enormes. Nos entra mucha agua
—explicó Alvarenga—. Venga, que estamos jodidos de verdad —gritó.
Fueron las últimas palabras que retransmitió a tierra.
[...] Se despertaron con una sensación de sed dolorosa, pero no tenían reservas de agua potable. Había cocos por todas partes y ver la fruta flotando empezó a ser una tortura para Alvarenga. Los veía flotar, notaba casi en la boca el agua fresca de coco. Vio primero una esfera solitaria bamboleándose en el agua. Luego un racimo entero de cocos, como uvas gigantescas, llamándolo, desafiándolo a lanzarse para hacerse con ellos. Alvarenga no cayó en la tentación. Era un nadador seguro y fuerte que a menudo nadaba por las mañanas durante más de una hora para explorar la laguna por los alrededores de su cabaña de techo de hojas de palma. Pero allí, en mar abierto, sabía que había riesgos, por mucho que no viera ninguna aleta de tiburón por las cercanías. Si un coco se acercaba lo bastante, sabía que nadar desde la barca hasta los cocos y volver le llevaría menos de un minuto. Tal vez sólo treinta segundos. Pero Alvarenga temía que a una manada de tiburones le costara aún menos llegar directamente hasta él y hacerlo pedazos.
[...] El mar estaba tan en calma que era desesperante. La temperatura subió por encima de los treinta y dos grados y el aire seco acabó con la humedad que aún les quedaba en el cuerpo. Cuando Alvarenga tragaba, la saliva parecía traquetear dentro de su garganta. Le preocupaba que ésta pudiera inflamarse y cortar el acceso al estómago. ¿Moriría así? Córdoba tenía los labios tan hinchados que habían alcanzado un volumen del doble de lo normal y, secados por el sol, se le estaban agrietando. A consecuencia de la sal que le taponaba los poros, empezaron a aparecerle ronchas rojas en brazos y piernas que rompían las capas de piel, arrugada y tensa. Alvarenga tenía la sensación de que la piel se le rasgaría de un momento a otro y dejaría al descubierto sus músculos y sus tendones. Las reservas de grasa que ofrecían la oportunidad de prolongar el tiempo de vida estaban convirtiéndose en energía vital básica. Pero sin agua ni carbohidratos suficientes, el organismo empezaba a perder la capacidad para descomponer las grasas. El letargo asediaba las funciones de Córdoba. Alvarenga, acostumbrado a pasar días sin comida ni agua, resistía mucho mejor.
Encontrar agua dulce se convirtió en la obsesión de los dos hombres. «Notas que te secas, te desesperas —dijo Alvarenga—. Estás rodeado de agua y vas a morir de sed, vaya castigo.» La sed era su obsesión. Empezaron a identificar y a seguir el recorrido de las nubes en el horizonte. Rezaron para que cobraran fuerza y estallara una tormenta. Pero no llovía. Las nubes se acumulaban, las tormentas rasgaban el horizonte, caían rayos, ráfagas de viento que indicaban que la lluvia era inminente, pero no llovía. La sensación de que todo aquello era un cúmulo de casualidades era agobiante. ¿Cómo era posible estar rodeados de lluvia y de tormentas y que ellos siguieran secos como un desierto? ¿Era mala suerte? ¿Un maleficio? Estaban atónitos. La experiencia de Alvarenga en el mar le había enseñado los peligros de beber agua salada. A pesar de lo desesperado de la situación y del deseo de tener algo de líquido con que enjuagarse la boca, resistieron la tentación de beber ni siquiera un poquito de aquella cantidad infinita de agua de mar que los rodeaba.
[...] Alvarenga empezó a beber su propia orina. No se sentía incómodo haciéndolo y animó a Córdoba para que siguiera su ejemplo. Estaba salada pero no era repugnante, y empezó a beber, orinar, volver a beber, volver a orinar, en un ciclo que al menos le proporcionaba al organismo cierta hidratación. Pero la orina, cargada de sales, altera el equilibrio interno del organismo y lo lleva a consumir más agua para intentar eliminar las sales. Beber orina, comprendieron, era una medida desesperada. Necesitaban proteínas, calorías e hidratación, de modo que inspeccionaron la superficie del agua en busca de comida y herramientas. Había mucha vegetación, desde troncos de palmeras hasta algas marinas.
[...]Las primeras tortugas que Alvarenga y Córdoba encontraron estaban muertas. «Se hinchan como un globo y se ponen moradas —dijo Alvarenga—. Huelen fatal y no podíamos comérnoslas. Era imposible.»
Pero a finales de noviembre, unos once días después de haber perdido el motor, Alvarenga escuchó un golpe sordo en plena noche. Pensó que era un tronco que había chocado contra la barca. Salió con cuidado de debajo de la nevera y se quedó sorprendido al ver un ojo. Luego otro. Agarró por detrás a la tortuga, que debía de medir algo más de medio metro de longitud, y la izó a bordo.
—Vamos a comer tortuga —anunció Salvador a su atónito compañero—. ¡Y podemos beber la sangre! ¡Si tanta sed tenemos, beberemos sangre!
—No, no, No. Eso sería un pecado. Mejor pescar peces —replicó Córdoba, conmocionado ante una propuesta tan radical.
—¿Pecado? ¿Pero qué dices? ¿Pecado? —dijo Alvarenga, mientras preparaba el cuchillo.
Alvarenga tenía la boca seca y la lengua hinchada. No dudó ni un instante. «Maté la tortuga con el cuchillo y recordé los tubos que salían del motor. Arranqué un pedazo de tubo y lo utilicé a modo de pajita.» Las tortugas están repletas de sangre espesa del color del vino merlot con matices violeta. Si el problema era la sed, razonó Alvarenga, la sangre de tortuga era la solución. Chupó sin cesar sangre líquida y después comió la sangre coagulada, que tenía una consistencia gelatinosa.
—¡Come! ¡Come! —suplicó Alvarenga a su compañero.
—No, no. No puedo —replicó Córdoba, resistiéndose a la idea.
Alvarenga se puso a trinchar la carne. Empezó con las aletas. La piel era muy gruesa y cortarla fue un trabajo duro y lento. Abrir el caparazón y alcanzar la carne gruesa de la cola le llevó una hora de trabajo. En el interior del estómago de la tortuga encontró una auténtica colección de basura, tapones de plástico, almejas y percebes.
Una vez cortados los filetes de tortuga, Alvarenga intentó encender fuego. El mechero había muerto hacía tiempo y lo probó con el espejo. En otra ocasión había utilizado como sartén un caparazón de tortuga. Un poco de madera de la plancha sobre la que dormían podía hacer las veces de leña. Pero con el mechero muerto y el espejo incapaz de generar llama, Alvarenga decidió dejar la carne cruda al sol para calentarla. Sin embargo, su paciencia tenía límites. Menos de una hora después de extraer la carne encarnada, estaba cortando tiras de carne de tortuga cruda del ancho de un dedo y masticándola con regocijo. Sonrió saboreando su exquisito sabor. La comida no le provocaba arcadas, sino más bien todo lo contrario, se sentía agasajado por el mar.
[...]Las jornadas de Alvarenga se convirtieron en una obsesiva caza de la tortuga. Córdoba también era buen pescador, por mucho que se negara a los nutrientes y a la energía que llevaba la sangre. A pesar de que seguía sin llover y el sol era intenso, la carne de tortuga mantuvo a los dos hombres con vida y ambos empezaron a recuperar energías.
En cada comida, Alvarenga dividía la sangre y la carne con solemne ecuanimidad, pero Córdoba comía sólo la carne y se resistía a probar la sangre, razón por la cual Alvarenga bebía raciones dobles. Alvarenga empezó a almacenar comida; capturó tres tortugas y las encerró en un pequeño recipiente con agua en cubierta. Las tortugas salían y daban vueltas, creando un verdadero escándalo día y noche y una nota diferente al continuo mordisqueo de los peces ballesta.
Pero Alvarenga no se limitaba a la sangre y la carne de las tortugas. «Les extraía los huevos. A Córdoba no le gustaba la carne pero la comía, y cuando probó un huevo, le encantó. Entonces empezó a comer muchos huevos de tortuga. Había muchísimas tortugas por allí. Yo las capturaba, las mataba y luego les metía mano y les extraía los huevos.»
[...] —Me estoy muriendo, me estoy muriendo, ya casi me he ido —dijo Córdoba una mañana, a la hora del desayuno.
—No pienses en eso. Echemos una siesta —dijo Alvarenga, tumbándose a su lado.
—Estoy cansado, quiero agua —gimoteó Córdoba, que respiraba con dificultad.
Alvarenga cogió la botella de agua y se la acercó a la boca, pero su compañero no tragó, sino que vomitó. Su cuerpo se sacudió en convulsiones cortas. Gruñó y se quedó tenso.
—No te mueras —dijo Alvarenga, presa repentinamente del pánico—. ¡No me dejes solo! —le gritó—. ¡Tienes que luchar por vivir! ¿Qué voy a hacer yo aquí solo?
Córdoba no respondió. Instantes después, murió con los ojos abiertos.
«Lo coloqué en la bancada para que no le tocara el agua. Temía que una ola pudiera arrastrarlo al mar —dijo Alvarenga—. Me pasé horas llorando.»
A la mañana siguiente, Alvarenga se despertó, salió de la caja y se quedó mirando a Córdoba, sentado en la bancada de la proa de la barca, como si estuviera tomando el sol. Alvarenga le preguntó al cadáver:
—¿Cómo te encuentras? ¿Cómo has dormido?
—Yo he dormido bien, ¿y tú? ¿Has desayunado?— Alvarenga empezó a responder sus propias preguntas, como si Córdoba le hablara desde la otra vida.
—Sí, ya he comido, ¿y tú? —continuó Alvarenga, hablándole a Córdoba.
—Yo también —respondió entonces, como si fuera Córdoba—. He comido en el Reino de los Cielos.
La conversación continuó como si fueran dos amigos disfrutando de un desayuno. Alvarenga decidió que la forma más fácil de afrontar la pérdida de su único compañero era imaginar que no había muerto. A lo largo del día, trató al cadáver como un amigo con quien podía compartir sus miedos, sus pensamientos y las historias fruto de su conciencia.
—¿Por qué no vamos a Tonalá —la ciudad mexicana donde los pescadores de la región solían ir de fiesta—, nos tomamos unas cervezas y luego nos damos la gran cena. Pero antes iré a ducharme. Tengo la ropa planchada y a punto. Y también buenos zapatos.
El segundo día después de la muerte de Córdoba, el cadáver adquirió un tono morado y Alvarenga siguió con sus conversas. Durante el tercer día, la piel empezó a cocerse al sol. Como si fuese cuero seco, se empezó a crear una capa crujiente. «Lo toqué y estaba sólido —explicó Alvarenga—. No olía, simplemente se secaba al sol. No me daba ningún asco. Me parecía normal. Yo lo abrazaba.»
Al cuarto día, Córdoba estaba casi negro y Alvarenga había incorporado por completo el cadáver a su rutina diaria, diciéndole «buenos días», «buenas tardes» y «buenas noches». Luego, empezó a cantarle himnos. Estaba seguro de que Córdoba lo escuchaba, y observaba con atención para captar si el cadáver se movía.
Alvarenga inició sesiones de larguísimas horas en las que le narraba historias a su inmóvil amigo. Se inventó sofisticados relatos de supervivencia.
—¿Cómo es la muerte? —le preguntaba—. Quiero saberlo, amigo. Cuéntame qué tal es la muerte. ¿Es dolorosa? ¿Es fácil morir?
—La muerte es bella, estoy esperándote —se respondía a sí mismo, como si fuese Córdoba el que hablaba en voz alta.
—No quiero irme —replicaba Alvarenga—. ¡No pienso irme ahí, no voy por ese camino!
El soliloquio con el cadáver causó estragos en la cordura de Alvarenga. Empezó a volverse loco. No se imaginaba poder sobrevivir solo en la barca. A pesar de las diferencias de caracteres, habían trabajado como un equipo, cazado juntos, sufrido durante meses y compartido un destino común. Tal vez la muerte no fuera un camino tan oscuro como parecía, empezó a pensar Alvarenga después de pasar horas mirando a su compañero muerto.
Seis días después de la muerte de Córdoba, Alvarenga se sentó con el cadáver bajo una noche sin luna, y estaba en plena conversación con su compañero muerto cuando de repente, como si se despertase de un sueño, comprendió que estaba hablando con un muerto. «Intenté arrojar el cuerpo al agua pero no pude. —Más tarde, volvió a intentarlo—. Primero le lavé los pies. La ropa podía resultarme útil, de modo que le quité el pantalón corto y la camiseta. Me la puse. Era roja, con la calavera y los huesos, y entonces, lo arrojé. Y después de echarlo al agua, me desmayé.
[...]Cuando se cumplió un año de su viaje a la deriva, había luna llena y José Salvador Alvarenga se convirtió en la primera persona en la historia conocida que había sobrevivido un año entero perdido en alta mar a bordo de una pequeña barca. Solo en el océano, Alvarenga se imaginó un pastel de cumpleaños y una piñata. Visualizó una fiesta en su casa de El Salvador rodeado de su familia. Y mientras que por un lado entraba en los libros de récords, en Costa Azul se cruzaba una frontera más. Transcurrido un año desde su desaparición, tanto Córdoba como Alvarenga podían ser declarados legalmente «desaparecidos y presuntamente fallecidos».
En Costa Azul se celebraron un par de funerales sencillos. En la cabaña de Alvarenga, doña Reina, cocinera de los pescadores y confidente de Alvarenga, renovó su capillita cambiando el agua del vaso, las velas y las flores. «Las velas nunca se consumían del todo, siempre quedaba un trocito de cera —explicó—. De haber muerto, se habrían consumido por completo, como sucedía con las velas para Ezequiel Córdoba. Sus velas sí que se consumían hasta quedar en nada, pero las de Chancha nunca desaparecían por completo, y eso me hacía feliz.»
Solemnemente, los amigos de Alvarenga colocaron dos botellas de alcohol etílico en el umbral de la puerta de la cabaña, aunque seguían negándose a aceptar que Chancha hubiera muerto. Su sencillo habitáculo de una sola habitación seguía desocupado, no habían permitido que otro pescador se instalara allí. «Cuando salía a pescar siempre lo buscaba —dice Hombre Lobo, que años antes había enseñado al joven Alvarenga los trucos de la pesca del tiburón—. No encontramos la barca, ni las boyas, ni el combustible, nada. Lo consideré una buena señal, la señal de que seguía allí. De que estaba vivo.»
[...]Avanzando a buen ritmo hacia el oeste, lejos de la benevolencia de la contracorriente que le había mantenido bien alimentado, Alvarenga consumía más de lo que capturaba. Las reservas de pescado seco se agotaron pronto y la bandada de aves empezó a disminuir. Incluso la reserva de agua descendió después de una semana sin una sola gota de lluvia. Después de haber estado a punto de morir de sed en los inicios del viaje, Alvarenga se mostraba extremadamente cauto. Empezó a racionar el agua.
Cuando la reserva de aves quedó reducida a media docena de ejemplares, Alvarenga cayó presa del pánico. Pasaba noches enteras despierto a la espera de los sonidos que acompañaban la llegada de cualquier ave. Las trampas para el pescado le proporcionaban capturas escasas, aunque veía peces grandes de todo tipo nadando por debajo de la barca. Sintió tentaciones de lanzarse al agua y nadar tras ellos, pero sabía que era una misión condenada al fracaso.
Cuando cortó al mínimo la ración diaria de agua —dos tazas al día—, su cuerpo se reveló y tuvo que combatir la necesidad de beber más. «Cuando el líquido abandona las células, adquieres un aspecto arrugado, tienes los ojos hundidos, los labios agrietados, la lengua inflamada, la boca seca —dice el profesor Michael Tipton, describiendo los síntomas de la deshidratación extrema—. Los diferentes sistemas del organismo exigen líquido; los riñones, por ejemplo, necesitan líquido para seguir funcionando. Si no la función renal se colapsa. Mentalmente, estás luchando.»
[...]La siesta duró menos de una hora y cuando emergió de la caja se llevó una sorpresa. La isla estaba delante de él, a más o menos un kilómetro de distancia. Cortó con el cuchillo la deshilachada línea de boyas. Fue una decisión drástica. En mar abierto, si se tropezaba con una tormenta tropical moderada sin ancla flotante, podía volcar con tremenda facilidad. Pero Alvarenga veía la costa claramente y apostó por la velocidad en vez de por la estabilidad.
En una hora sería empujado hasta una playa, aunque la parte donde supuestamente sería empujado parecía complicada. Alvarenga había sorteado rompientes de olas centenares de veces a bordo de su esquife de pesca cargado a tope y planeaba abandonar la barca en el último momento. Se lanzaría a las olas, se alejaría de la barca. No estaba dispuesto a haber luchado todo aquel tiempo para acabar recibiendo un golpe en la cabeza y morir como tantos infortunados pescadores que habían fallecido en la complicada rompiente de su casa, en México.
A primera hora de la tarde Alvarenga se deslizaba ya cerca de la orilla. Se sentía como un surfista, por mucho que estuviera navegando a menos de tres kilómetros por hora. A varios campos de fútbol de distancia de la orilla, Alvarenga se planteó lanzarse al agua y alcanzar tierra a nado. Pero le daba miedo acabar ahogándose por agotamiento, de modo que se contuvo. Seguía lloviendo. Las gotas gélidas le taladraban el cuerpo. Después de congelarse a varios kilómetros por encima de su cabeza, en el ático de aquella borrasca, las gigantescas gotas parecían cubitos de hielo en miniatura. Alvarenga empezó a tiritar, pero no se atrevió a cobijarse de la tormenta.
[...]«¡Ayudaaaa! ¡Ayudaaaa! ¡Ayúdenmeeee!», gritó Alvarenga. El hambriento pescador se arrastraba sobre una alfombra de hojas de palmera empapadas, afiladas cáscaras de coco y deliciosas flores. Descendió del promontorio y se acercó centímetro a centímetro hacia lo que parecía una cabaña de madera, un grupo de gallinas y un solitario cerdo. ¿A quién pertenecería aquella camiseta roja tendida? ¿Iría armado y sería peligroso? ¿Tenían gallos los caníbales? La cabeza de Alvarenga disparaba en todas direcciones. El ritmo del oleaje del mar había acostumbrado hasta tal punto a su cerebro al ir y venir continuo del Pacífico que estaba mareado de pisar tierra forme. En aquel pedazo de tierra se sentía inseguro.
El que fuera un pescador seguro y confiado en mar abierto era incapaz de mantenerse en pie más de unos segundos. «Estaba completamente destruido y flaco como una tabla —dijo—. Lo único que quedaba de mí, aparte de piel y huesos, eran tripas y vísceras. Tenía los brazos sin carne. Los muslos escuálidos y feos.»
En condiciones normales, el robusto Alvarenga habría echado a correr colina abajo. Y habría llegado a su destino en cuestión de segundos. Pero necesitó varios minutos para ir sujetándose de árbol en árbol, para agarrarse a cada tronco como un borracho. Sus pies se movían independientemente del cerebro; a pesar de las claras órdenes que recibían, se movían en aparente rebelión. La parte superior de su cuerpo estaba algo más fuerte, aunque no quedaba ni rastro de la explosiva fuerza muscular que le había permitido ganar concursos de levantamiento de pesas entre los duros pescadores de los muelles de México.
Alvarenga tenía el corazón tan debilitado que era incapaz de bombear debidamente la sangre desde los pies. Tenía la sensación de que iba a desmayarse. Finalmente, se sentó en la arena a orillas de una laguna azul tan grande que parecía un lago. ¿Dónde estaba? Le había suplicado a Dios que lo condujera hasta tierra firme, pero ahora que sus oraciones habían sido escuchadas, no estaba obteniendo ninguno de los consuelos que se había imaginado. Una intensa sensación de ansiedad fue haciendo mella en su confianza. Cualquier animal que fuera más grande que un perro se había convertido en un depredador, sobre todo si era humano.
Durante quince ciclos lunares completos Alvarenga había conseguido establecer una frágil tregua con la desesperación y la esperanza que luchaban por controlar su cabeza. Pero ahora, en suelo firme y frente a lo que parecía y sonaba como los alrededores de un pequeño pueblo, no tenía manera de anticipar los demonios mentales que se disponían a atacarlo. Su salvación del mar, un auténtico milagro, estaba grabada de tal manera en su cerebro que nunca más se libraría de aquello para imaginarse una vida sin aquel trauma. Estaba, literal y clínicamente, «traumatizado de por vida» y en absoluto preparado para el contacto con otros seres humanos.
Al otro lado del agua, en el extremo de un estrecho canal, la camiseta roja seguía ondeando tendida. Alvarenga se acercó. ¿Podría cruzar aquellas aguas, por poco profundas que fueran? Se levantó, tambaleándose levemente, e intentó recorrer el canal de ciento cincuenta metros que separaba las dos islas. Gritó en español: «¿Hay alguien ahí? ¡Alguien!».
Al otro lado del canal, apurando su desayuno en el interior de su rústica cabaña de playa, Emi Libokmeto oyó los gritos. «Me levanté a ver qué pasaba. Y cuando miro hacia la otra isla, veo a aquel hombre blanco —explicó Emi, que trabaja abriendo y secando cocos en la isla—. Va simplemente en calzoncillos y no para de gritar. Se le ve débil y hambriento. Mi primer pensamiento fue que aquel hombre había llegado nadando hasta aquí, que debía de haberse caído de un barco.»
Alvarenga vio a Emi y se quedó en estado de shock. «Me quedé aterrorizado. Estaba muy asustado. La gente no existe, me dije. ¿Cómo es posible que exista gente? ¿Cómo es posible que haya gente aquí si la gente no existe? Intenté aclararme las ideas. Sí, sí, estoy en el mundo. Esto no es ninguna alucinación.» Los pensamientos de Alvarenga se volvieron caóticos. Aquel primer encuentro en casi un año con otro miembro de su especie provocó un cortocircuito en los instintos que lo habían guiado a lo largo de su supervivencia en solitario en alta mar.
Emi no podía creer lo que veían sus ojos. El hombre blanco cubierto de pelo estaba acercándose. «Mi marido, Russel [Laikidrik], estaba muy asustado e insistió en que entráramos en casa y nos escondiéramos —dijo Emi—. Pero yo no tenía miedo. Sólo con verlo, sentí lástima y le dije a mi marido que corriera a buscar ayuda.»
Las dos partes fueron cerrando distancias en el canal. Alvarenga comprobó con cautela la corriente, temeroso de verse arrastrado por el mar. Emi y Russel avanzaron con precaución. «Cuando nos acercamos, vimos que llevaba un cuchillo en la mano y nos detuvimos —explicó Emi—. Russel estaba muy preocupado y quería dar media vuelta, pero el hombre tenía algo especial. Algo que me decía que necesitaba ayuda, y así se lo dije a Russel, que teníamos que ayudarlo. Además, se le veía tan débil que pensé que nosotros éramos dos y que si intentaba cualquier cosa podríamos controlarlo sin problemas.»
Emi señaló la mano de Alvarenga armada con el cuchillo y le gritó en inglés: «¡Suéltalo! ¡Suéltalo!», y le indicó con un gesto lo que le pedía que hiciera. Alvarenga titubeó. Necesitaba el cuchillo para cortar cocos y trinchar la carne de los animales que pensaba perseguir y cazar. Su maltrecho cuchillo era su arma de confianza y le había salvado la vida docenas de veces en el transcurso del último año. ¿Por qué abandonar un elemento clave de su salvación? Era su única herramienta. La mujer volvió a gritar, con convicción. Su compañero era un hombre de constitución fuerte. Alvarenga reconoció que aquel hombre podía derribarlo con facilidad y que la menuda mujer no mostraba intenciones de cambiar de idea. Russel, acostumbrado al duro trabajo manual en los trópicos, a recoger y cortar cocos, repitió el movimiento para indicarle a Alvarenga que tenía que soltar el cuchillo. Alvarenga comprendió las instrucciones y, a pesar de lo mucho que estimaba su cuchillo, estaba demasiado agotado para discutir o dar explicaciones. Lanzó el cuchillo al canal. Se sumergió en las aguas transparentes y quedó posado en el fondo, a un metro de profundidad. Desarmado, apenas capaz de tenerse en pie y demasiado agotado para poder formular un plan, Alvarenga cayó de rodillas. Se puso a rezar.
Emi se sintió al instante impulsada a correr en ayuda del desconocido. «Para mí, aquello fue una señal de que era también una persona de fe y que había pasado por algo muy traumático. Me conmovió y me inspiró la abrumadora sensación de que debíamos ayudarlo.»
Por suerte para Alvarenga, la marea se estaba retirando y el agua del canal sólo le llegaba a la cintura. Emi y Russel siguieron avanzando en el agua hacia él. Alvarenga continuaba arrodillado, balanceándose de un lado a otro y evidentemente muy débil. Empezó entonces a señalar frenéticamente hacia el otro lado de una isla próxima y a gritar en español: «¡Mi barca, mi barca! ¡Mi barca está allí!». Pero la pareja no lo entendía. Cuando Russel y Emi se acercaron un poco más, el hombre salvaje dejó de mirarlos a los ojos. O tal vez fuera que sus ojos no podían seguir centrando la mirada. Parecía perdido y bajó la cabeza, como si intentara esconderse.
Russel se agachó para sujetar al asustado hombre y descubrió que temblaba de manera incontrolable. Se quitó la camiseta, se la pasó al hombre por la cabeza y, a continuación, le introdujo los esqueléticos brazos por las mangas. Como que dudaba que el desconocido pudiera andar, Russel se lo cargó a la espalda y cruzó el canal con el hombre barbudo a cuestas. «Lo llevamos a nuestra casa. Le dimos un vaso de agua de la jarra —dijo Emi—. La engulló a toda velocidad. Le serví otro vaso de agua y esta vez le indiqué con gestos que fuera un poco más despacio porque no quería que le sentase mal.»
A salvo en tierra firme y delante de sus rescatadores, Alvarenga se derrumbó y rompió a llorar. Emi y Russel también lloraron. «Le dije a mi marido que lo abrazara y lo consolara dándole golpecitos en la espalda —dijo Emi—. Como hacen los blancos.»
Vistieron a su invitado con un jersey, un pantalón, unos calcetines y unos zapatos de Russel. Pero a pesar de haber entrado físicamente en calor, Alvarenga seguía asustado. «Intentaba no ver a esa gente. No quería ver gente. Cuando se acercaban, me tapaba la cabeza. No los miraba. No les dejaba que me tocaran. Pensaba que a lo mejor querían comerme.»
Russel sabía que aquel hombre estaba muerto de hambre, de modo que le sugirió a su esposa que le preparara unos panqueques mientras él salía a recoger cáscaras de coco para echar al fuego. Emi intentó convencer al pescador de que se bañara. Pero Alvarenga declinó el ofrecimiento, indicándole con gestos que tenía demasiado frío y, para confirmarlo, acercó más la silla al fuego. Mientras Emi preparaba el relleno de los panqueques, Alvarenga permaneció sentado con los pies tocando prácticamente las llamas. Era la primera vez en un año que veía fuego. Las llamas bailaban y miró por fin a Emi. Ambos sonrieron.
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