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Por qué soy liberal
El joven periodista económico Diego Sánchez de la Cruz publica estos días en Ediciones Deusto Por qué soy liberal, un manifiesto sin complejos y con profusión de datos a favor de las bondades de la economía de mercado.
Flanqueado por dos pesos pesados de la economía liberal como son Carlos Rodríguez Braun, autor del prólogo, y de Daniel Lacalle, autor del epílogo, Diego de la Cruz expone en su libro toda una catarata de argumentos para defender que las políticas económicas liberales, en contraposición a las socialdemócratas, mejoran el bienestar de la población, dado que permiten una mayor creación de empresas, un mayor crecimiento económico, una mayor tasa de empleo y, con ello, una mayor renta disponible de la población.
El texto de Sánchez de la Cruz se articula en tres grandes bloques, a saber: en el primero de ellos, que lleva por título “La revolución del bienestar”, explica el progreso que han conllevado las ideas liberales allí donde se han aplicado y aporta datos que refutan muchas de las críticas al capitalismo.
En el segundo, que lleva por título “La revolución del malestar”, aborda las grandes amenazas de nuestros días, tales como el populismo, el declinismo, el igualitarismo, el probismo y el anticapitalismo, al tiempo que denuncia las trampas argumentales de quienes se oponen al liberalismo.
Para finalizar, en un tercer bloque titulado “La respuesta liberal” analiza los grandes retos a los que nos enfrentamos y propone una serie de medidas y de reformas para incrementar la libertad económica y con ello mejorar y optimizar el funcionamiento y los resultados tanto del sector público como el privado.
Un libro, en definitiva, que cumple con creces con los tres objetivos que se propone: explicar por qué el autor es liberal, describir a otros jóvenes y a quien se acerque al texto qué propone el liberalismo en contraposición a otras ideologías y, por último, invitar al debate con la presentación de una batería de reformas destinadas a conseguir que España sea una de las economías más dinámicas del mundo y que todos los españoles nos beneficiemos de ello.
A continuación reproducimos el Prólogo de Carlos Rodríguez Braun, la Introducción de Diego Sánchez de la Cruz y el Epílogo de Daniel Lacalle.
Prólogo de Carlos Rodríguez Braun
Entre los liberales, resulta habitual quejarse del escaso eco que tienen nuestras ideas. Y, a primera vista, tales quejas parecen responder a la realidad, porque en general predomina el antiliberalismo; y predomina especialmente cuando estalla una crisis económica, situación en la que, como hemos visto en años recientes, los antiliberales de todos los partidos se reúnen y convocan con renovados ímpetus.
Así, desde escaños, pantallas, púlpitos, cátedras y tribunas sin fin hemos sido reiteradamente aleccionados sobre los inacabables males que una supuestamente excesiva libertad ha descargado sobre nosotros. La conclusión parece de sentido común: ante tantos sinsabores y contratiempos, saludemos a los profetas que auguran que nuestras aflicciones serán mitigadas mediante nuevos recortes de nuestras libertades y nuestros derechos.
Sin embargo, a pesar de todo, jamás he compartido los lamentos que el antiliberalismo prevaleciente suscita entre los amigos de la libertad. Y no porque sus quejas carezcan de fundamento, sino porque a menudo están desenfocadas. Para ponderar dichas quejas desde una perspectiva más ajustada, tal vez convenga leer este libro de Diego Sánchez de la Cruz, un joven y destacado periodista liberal español.
No mucho tiempo atrás, cualquier liberal habría dado un respingo al leer estas últimas palabras. Tras un sobresalto de asombro, habría preguntado: «¿Joven periodista liberal español? Pero ¿es que hay alguno?».
En efecto, hoy podrá haber pocos jóvenes periodistas liberales, pero puedo asegurar al lector que antes, cuando yo me acerqué a estas ideas por primera vez, a finales de la década de 1970, había menos, muchísimos menos. Por tanto, no corresponden protestas, sino plácemes.
En nuestro país, y también en el mundo, el liberalismo va bien, gracias. Dirá usted: es fácil que vaya relativamente bien con respecto a su propio pasado, porque hace cuatro décadas los liberales sumaban algo así como un análogo número de gatos. Es verdad, pero pretender que se imponga de forma súbita y aplastante un conjunto de nociones tan contradictorias con las ideas y los valores prevalecientes sería absurdo. No podemos olvidar que en todo el mundo estamos rodeados todo el tiempo de mensajes que socavan las instituciones de la libertad que defendemos los liberales, en particular las de la propiedad privada y los contratos voluntarios.
Así pues, y sobre todo desde la perspectiva de un viejo liberal, corresponde saludar a personas como Diego Sánchez de la Cruz, que con su esfuerzo constante han ido promoviendo el liberalismo en un contexto, como casi siempre, hostil. En su caso, Diego lo ha hecho ejerciendo su profesión de periodista, es decir, contando lo que pasa (o que acontece na rúa, como dicen sus paisanos gallegos). Y por eso este libro tiene muchos datos, empezando por un interesante repaso histórico sobre la espectacular mejoría que ha registrado el bienestar de la humanidad en los últimos doscientos años. Es una mejoría claramente vinculada con la economía de mercado: cuanto más la han respetado los países, más han prosperado; y cuanto menos, más han declinado.
A continuación, Diego presenta el contraste entre los datos y la reacción política contra el capitalismo y el mercado, y denuncia el falseamiento de la realidad que acometen quienes insisten en que vivimos en un infierno por culpa de la libertad, esos que alegan, por ejemplo, que la pobreza y la desigualdad han aumentado en el mundo o que en España cientos de miles de familias han sido expulsadas de sus hogares. Por cierto, en España tampoco es verdad que seamos muy desiguales, como lo prueba un estudio reciente del Instituto Juan de Mariana, entidad que, conviene recordarlo, constituye otra prueba de la lozanía del liberalismo en nuestro país.
Un dato tras otro avalan la solidez de las teorías liberales y la endeblez del pensamiento único intervencionista. Por ejemplo, se prueba que no es verdad que las empresas paguen pocos impuestos en España, y, en cambio, sí es verdad que esos impuestos que pagan recaen sobre los trabajadores en forma de salarios menores. Es verdad que se recauda más por el impuesto de sucesiones en la Comunidad de Madrid que en Andalucía, y eso que en la comunidad madrileña está bonificado al 99 por ciento. Es verdad que la Dirección General de Tráfico dedica menos del 1 por ciento de su abultado presupuesto a asistir a las víctimas. Y no es verdad que la persecución fiscal reduzca el consumo de tabaco y alcohol.
En este libro hay, finalmente, una tercera parte con propuestas liberales bastante moderadas, incluso demasiado moderadas, pero eso no importa, porque, moderadas o no, no serán aplicadas, salvo..., salvo ¿qué? Un futuro libro de Diego Sánchez de la Cruz podría abordar este interesante asunto, en dos etapas.
La primera sería analizar por qué, si la evidencia empírica y la solidez analítica parecen estar del lado de los liberales, resulta que muy pocos nos respaldan. Ahí los datos son concluyentes: ningún político de ningún partido de ningún país secunda nuestras propuestas, que tampoco apoyan los intelectuales, los artistas, los periodistas, los sindicalistas, los agricultores, los industriales, los banqueros, los burócratas, los religiosos... Casi nadie está con nosotros. Pueden apreciar algunas de nuestras ideas, como, por ejemplo, la bajada de impuestos, pero neutralizan este gesto con su oposición a otras ideas liberales, a menudo inseparables de las que aprecian, tales como la reducción del gasto público.
Sospecho que lo que le pasa al liberalismo es que ha dejado de estar en el centro de la matriz moral de la sociedad. Por eso hay tantas personas de bien que tienden a recelar éticamente del liberalismo, con lo cual los argumentos y las cifras tendrán en ellas un impacto menor que el que tendrían si no existiese esa predisposición moral antiliberal.
Si Diego consigue superar esta primera etapa sin deprimirse, podría abordar la segunda, cuya superación es la definitiva prueba de la humildad liberal y la certificación de que debemos estar más que satisfechos con el poco caso que nos hacen. La cuestión sería reconocer que, en muchos casos, probablemente en la mayoría, los avances que ha hecho el liberalismo en nuestro tiempo no se han debido al éxito de nuestra prédica, sino a un mero cálculo de costes y beneficios políticos emprendido por el propio Estado, ese extraño enemigo al que a menudo no acabamos de entender.
Introducción de Diego Sánchez de la Cruz
Desde el estallido de la Gran Recesión, en el año 2008, la mayoría de los debates y las discusiones públicas que han abordado el rumbo que lleva la economía han estado marcados por un tono pesimista, cuando no hostil, hacia el sistema capitalista.
El laissez faire ha terminado por convertirse en el chivo expiatorio al que acude la mayoría de los políticos y periodistas cada vez que tiene que explicar nuestros males. Lo vemos en las filas de la izquierda europea, cada vez más infectada por el virus del populismo marxista. Y lo empezamos a ver también en la derecha del Viejo Continente, en cuyo seno están creciendo pulsiones proteccionistas y antiliberales.
Si no alzamos la voz para denunciar esta preocupante deriva, corremos el riesgo de terminar consolidando una «dictadura» ideológica en la que todo lo que se sale de la corrección política debe ser silenciado y descartado. Por eso he escrito Por qué soy liberal, un manifiesto sin complejos a favor de la economía de mercado.
A mis veintiocho años de edad, tengo la suerte de haber pasado por grandes empresas en las que he crecido como persona y como profesional. Ahora, mi rol como analista económico en prensa, radio y televisión me permite llegar cada semana a millones de personas. Además, gracias a mi trabajo con el think tank Civismo, tengo la oportunidad de ayudar a promover reformas económicas de corte liberal, una batalla crucial para el futuro de España.
Soy consciente de que muchos jóvenes españoles tienen la opinión contraria y recelan de la economía de mercado... Pero también creo que sería injusto identificar a toda una generación con las ideas del populismo y del intervencionismo. Al fin y al cabo, también hay miles de jóvenes que rechazan el camino de servidumbre del estatismo y creen que el progreso llega cuando una economía funciona en libertad.
Este libro está dedicado a esos jóvenes y también a los no tan jóvenes que comparten esa ilusión por hacer de España una de las economías más dinámicas del mundo. El colapso del comunismo y el declive de la socialdemocracia nos recuerdan que la historia está de nuestro lado. Por eso hay que exponer y reivindicar las ideas liberales.
Y debemos hacerlo con orgullo y con claridad.
¿Por qué soy liberal? Esa es la pregunta que pretende responder este libro, centrado en asuntos económicos y articulado en tres grandes bloques, o partes:
• En el primero, llamado «La revolución del bienestar», analizo de forma exhaustiva el progreso que han traído las ideas liberales allí donde se han aplicado con un mínimo de coherencia y consistencia.
• En el segundo, que lleva por nombre «La rebelión del malestar», abordo las grandes amenazas de nuestro tiempo: el populismo, el declinismo, el igualitarismo, el pobrismo y el anticapitalismo.
• En el tercero, titulado «La respuesta liberal», ofrezco una amplia batería de propuestas de reforma que, de manera pragmática, plantea los grandes retos que enfrentan el sector público y el sector privado.
Recomiendo la lectura de cada bloque como si se tratase de tres ensayos que tienen entidad propia por separado. En «La revolución del bienestar» encontrarás una cascada de datos que refutan muchas de las críticas habituales al capitalismo; en «La rebelión del malestar» he incluido una breve colección de ensayos que denuncia las trampas argumentales de los enemigos de la libertad; por último, en «La respuesta liberal» presento un plan de acción que demuestra que el laissez faire no son sólo palabras o planteamientos maximalistas, sino también medidas concretas que se pueden (y deben) aplicar.
Espero, querido lector, que disfrutes leyendo Por qué soy liberal. Quizá mis datos te sorprendan, quizá mis ideas te entusiasmen, quizá mis argumentos te incomoden..., pero, ante todo, confío en que no te dejaré indiferente.
Epílogo de Daniel Lacalle
Vivimos una época apasionante en la que se está dando cada día un debate entre el intervencionismo, presentado como solución a todo, y el libre mercado. Es un debate difícil de ganar, porque enfrenta la fe y la creencia en la magia (que el poder político y administrativo va a encontrar mejores soluciones para el bienestar de todos) con la cordura (que nadie escoge mejor la solución más adecuada para todos que un mercado libre donde oferentes y demandantes decidan).
Lo curioso es que, por un lado, se glorifica la acción de los gobiernos como aceptable —aunque sea errónea—, porque se hace por «el bien común» y se demonizan los errores del libre mercado como una enmienda a la totalidad. Los errores de la intervención se solucionan con... ¡más intervención! Los del libre mercado se arreglan con... ¡menos libre mercado! Es magnífico.
Parte del problema del debate entre liberalismo e intervencionismo es la percepción de que el primero es algo parecido a la «ley del Oeste», que reniega de cualquier tipo de regulación, y que es un enemigo del Estado y de cualquier tipo de bienestar social. Y es exactamente lo contrario, como se demuestra en las páginas de Por qué soy liberal.
En realidad, el liberalismo es mucho más social que el intervencionismo porque facilita el crecimiento, la prosperidad y la creación de empresas, y, con ello, el empleo, la renta disponible y el bienestar de todos. Como decía Ronald Reagan «el estado del bienestar no se debe medir por cuánto se gasta, sino por el número de personas que no lo necesitan».
Y es que la mejor política social es crear empleo, disponer de muchas empresas que creen valor, bienestar y riqueza y defender la igualdad de oportunidades desde la meritocracia. No igualdad, prosperidad. Nadie ha muerto jamás de desigualdad, pero sí de pobreza. La igualdad no es una política, es una consecuencia de la prosperidad.
La envidia y el odio al éxito es una característica terrible de nuestra sociedad. Nos ha llevado a utilizar la desigualdad como indicador de pobreza y es un enorme error. Centrar la política económica en la redistribución y el asistencialismo en vez de en el crecimiento y las oportunidades conlleva que no se reduzca la desigualdad ni se mejore la pobreza a pesar de un enorme gasto en protección social.
En España, la desigualdad se disparó en términos absolutos y relativos —con respecto al resto de la Unión Europea— entre 2004 y 2011, precisamente cuando lanzábamos todo tipo de medidas intervencionistas y «sociales» sólo en el nombre.
El estudio de James Gwartney y Robert Lawson que comenta Diego Sánchez de la Cruz muestra que el 10 por ciento más pobre de la población de los países con más libertad económica tiene una renta per cápita casi diez veces superior a la de las naciones peor clasificadas. Las clases bajas y medias se benefician mucho más de la libertad económica que de los sistemas intervencionistas.
Por eso, una de las ironías de nuestro tiempo es que la mal llamada nueva política rescata del cajón de donde nunca debieron salir algunas de las ideas económicas más desastrosas. Se nos vende como gran idea, como novedad para mejorar el desempleo y la temporalidad, la glorificación de los regímenes comunistas y la economía planificada. Se le concede una cualidad mágica al intervencionismo más anquilosado de tal manera que nos ha llevado a llamar «socialdemócrata» a lo que no deja de ser el comunismo más retrogrado.
Al final, los efectos de la economía planificada son siempre los mismos. La mala asignación de capital se perpetúa por decisión de un comité. La productividad y los incentivos para mejorar e innovar se dilapidan. Y, lo que es más importante, los efectos negativos se mantienen durante décadas
Hace poco, The New York Times mostraba cómo, a pesar de haberse invertido más de un billón de euros en la reunificación alemana, y conseguir que el PIB per cápita de la antigua Alemania del Este se duplique en los últimos veinticinco años, persiste parte del retraso acumulado durante el régimen comunista, que hizo que el PIB per cápita alemán en el Este fuera tan solo un tercio del de la Alemania Occidental.
La economía de la Alemania del Este colapsó bajo el peso de su industria obsoleta, de la acumulación delirante de inventarios para «aumentar el PIB» aunque no se vendieran, y su régimen quebró ante el peso de una deuda impagable, contraída tanto con la URSS como con otros países.
En «The plans that failed», de G. Pritchard, se describe con todo rigor cómo el planificador estatal agrandaba el agujero ante la negativa a reconocer problemas evidentes de productividad y obsolescencia con el único objetivo de «producir», acudiendo a la represión cuando su «paraíso» generaba descontento generalizado.
Y esa es la preocupación por la que hoy en día es más necesario que nunca un libro como el que tenemos en nuestras manos. Porque los desequilibrios y retrasos creados durante el período de planificación intervencionista tardan décadas en solventarse.
Algunos nos repiten una y otra vez que el Estado debe gestionar la economía y no tener criterios «economicistas». En realidad, lo que termina ocurriendo cuando el sector estatal pierde los más elementales objetivos económicos es que el problema que crea se acumula y termina hundiendo el propio sistema.
Lo que no ha funcionado nunca —poner el control de la actividad económica en manos de políticos— no va a funcionar ahora. El capitalismo tiene muchos errores, pero una ventaja clara, se adapta a la realidad cambiante y los subsana para persistir.
Por lo tanto, en un debate como el actual es esencial contar con libros de divulgación como el de Diego Sánchez de la Cruz. Es un arma letal «anticuñados» y el perfecto antídoto para desmontar las mentiras de las soluciones mágicas.
Pero lo más importante es que el libro no ofrece soluciones utópicas ni ideas desconectadas de la realidad. Nos muestra, de una manera didáctica y entretenida, los ejemplos de países líderes del mundo. Es curioso, por ejemplo, que cuando los intervencionistas se lanzan a defender sus soluciones mágicas, acudan a mencionar el mantra de los países nórdicos. Es una manía tan repetida que el Institute of Economic Affairs tuvo que publicar un libro para refutarla: Scandinavian unexceptionalism, de Nima Sanandaji.
Y es que siempre olvidamos que esos países nórdicos son, a su vez, líderes en libertad económica y en facilidad para crear empresas; líderes en flexibilidad laboral; pero, sobre todo, líderes en responsabilidad social con respecto a la gestión y administración pública, así como defensores acérrimos de la meritocracia y la iniciativa individual.
Cuando nos planteamos un sistema económico y político realmente social, lo que buscamos es que se maximice el nivel de prosperidad, el acceso a educación de calidad y la generación de oportunidades para todos. Esas tres cualidades nunca se encuentran en sistemas intervencionistas. No es una casualidad que aquellos que proponen un modelo liberticida sean los mismos que, cuando deciden emigrar o buscar oportunidades, no viajan precisamente a Cuba o Venezuela, sino a EE. UU. o al Reino Unido.
Siempre encontraremos algún aprovechado que nos diga que la razón por la que los sistemas socialistas y comunistas no han funcionado jamás es porque: a) no eran «verdaderamente socialistas»; o b) «porque esta vez es diferente».
El debate vuelve a encauzarse cuando hablamos de países líderes en competitividad, tecnología y prosperidad. Ganamos el debate, porque tenemos razón, cuando olvidamos las utopías maximalistas y recordamos a los ciudadanos que existen mejores opciones y que, a la vez, las «nuevas» propuestas son viejísimas, caducas y fracasadas.
Pero la batalla de las ideas no se acaba porque la solidez de los argumentos en defensa de la libertad económica sea contundente e incuestionable. Porque luchamos contra «creer en los Reyes Magos». Y esa creencia es muy poderosa. Por eso es tan importante no cejar a la hora de comunicar y razonar, con datos, con la evidencia, que el capitalismo de libre mercado es la única manera eficaz de luchar contra la pobreza y mejorar la calidad de vida de todos. Porque los vendedores de pócimas mágicas de felicidad por decreto siempre van a contar con esa falsa superioridad moral del que se autoconcede el apelativo de «social», y porque cuando fracasan estrepitosamente, siempre acuden al enemigo externo. No les dejaron. Fueron los mercados, los yankees, los poderes ocultos. Cualquiera menos el desorientado que decidió destruir el tejido productivo o la moneda desde la intervención.
Tenemos que seguir defendiendo la libertad y repetir una y otra vez los argumentos que demuestran que es la mejor política social. No estamos equivocados, y este libro nos lo recuerda.
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