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Intuición vs. Razón (Segunda parte)
La intuición ha sido denostada por los científicos durante siglos. Tradicionalmente, desde los ámbitos académicos se ha asociado a esta cualidad con una serie de connotaciones peyorativas que han tratado de desprestigiarla como capacidad humana. Frente a la idolatrada y respetadísima razón, a la intuición se la ha tachado de pseudociencia, de superstición y hasta de fraude. Como si la intuición no tuviera nada que ver con la inteligencia humana. En ese afán por deslucirla, incluso se le ha dado una maliciosa intención machista: se hablaba de la “intuición femenina”.
Hoy, en cambio, sabemos que la intuición es una cualidad plenamente intelectual. Está basada en una serie de mecanismos biológicos que son capaces de activar todos los sentidos: desde el tacto hasta la vista. Produce en ellos una especie de despertar que les lleva a manejar nuestro inconsciente, esa suerte de biblioteca emocional en la que vamos archivando conocimiento y experiencias pasadas.
Esta memoria emocional profunda se encuentra ubicada en ambos hemisferios, principalmente en el lóbulo prefrontal y en unas áreas muy concretas del sistema límbico: el llamado cerebro emocional límbico. Se trata de una pequeña estructura, llamada amígdala cerebral, de capital importancia para la vida. La amígdala es el órgano que guarda nuestras emociones más antiguas a lo largo de nuestro aprendizaje. Es la responsable de monitorizar la intuición y de hacerla saltar como resorte cuando se dan determinadas circunstancias.
Así considerada, la intuición es una especie de estado de preaviso que nos advierte de lo que podría llegar a suceder a partir de información almacenada en el inconsciente sobre las experiencias que hemos tenido a lo largo de nuestra vida. Cuando la amígdala se activa, se despiertan los sentidos y somos capaces de evaluar de una forma instantánea cuál es la mejor decisión a tomar aunque no contemos con todas las evidencias para respaldarla. Cuando no hay tiempo para activar la razón, la intuición acude a nuestro rescate. Gracias a ella, somos capaces de hacer una valoración automática de la situación y dar una respuesta inmediata. Es la responsable de que en nuestra mente salten una serie de palabras y frases cortas pero muy poderosas. La intuición nos grita cosas como “!Peligro! ¡Hazlo! ¡No sigas por ahí!
Esa inmediatez le ha costado buena parte de su mala fama. Porque parece que no puede haber ciencia allí dónde no hay espacio para la reflexión. Pero en realidad, la intuición no hace otra cosa que seguir los caminos recorridos por el método científico. El sistema de hipótesis que caracteriza las investigaciones, por ejemplo, parte de un planteamiento puramente intuitivo, de la pregunta “¿y si...? A partir de esa pregunta fundamental, el método científico se esmerará en buscar las respuestas y los argumentos racionales pertinentes. Pero todo nace de una chispa, de una “intuición” de un investigador curioso.
El funcionamiento de la inteligencia intuitiva responde a un proceso neurobiológico complejo que hoy la neurociencia sigue tratando de desmarañar. Lo cierto es que no conocemos demasiado aún sobre este proceso ni sobre su localización exacta. Se sabe que en él participan la consciencia y la inconsciencia, pero no mucho más. Sí se ha observado, por ejemplo, que incluso en los estudios prenatales ya se observan decisiones en el útero relacionadas con el pensamiento intuitivo.
En cierto modo, la intuición puede ser vista como la herramienta humana que conecta lo aparentemente irracional con lo racional. Es esa primera chispa irracional e inexplicable que pone en marcha los mecanismos para que el cerebro humano busque los argumentos lógicos que den sentido a ese pálpito inicial. Es algo que ocurre en milésimas de segundo. Esta chispa es absolutamente necesaria para activar muchos de los procesos de razonamiento lógico, hasta el punto que muchas veces determina el camino a seguir y nos hace quedarnos con la primera idea que cruza nuestra mente. Esa elección a veces nos salva la vida, pero también presenta inconvenientes; elegir esa primera idea nos puede llevar a desechar otras igualmente válidas.
Así pues la intuición resulta básica para el ser humano. La buena noticia es que la inteligencia intuitiva se puede entrenar. Entrenar el pensamiento disruptivo y creativo implica alejarse un poco del pensamiento lógico. De este modo, se abren por así decirlo, nuevos caminos de pensamiento, dotando al cerebro de nuevas y ricas alternativas de respuesta ante los retos de la vida.
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