Opinión

Los dos últimos movimientos en defensa de un Obispo propio y exclusivo para Ciudad Rodrigo 2002-2003 y 2021)

José Ignacio Martín Benito

Ciudad Rodrigo es una de las diócesis ibéricas cuyo origen data de la época medieval. Concretamente fue instituida en 1161 cuando el rey Fernando II entregó los derechos episcopales al arzobispo de Compostela. Siete años más tarde documentamos el primer prelado: Domingo, electus civitatensis. Surgió como diócesis pequeña, en el sur del reino de León, en una plaza fronteriza con Portugal. Su devenir histórico y eclesial ha estado marcado por su ubicación. Como otras de tamaño pequeño fue lo que se denomina “diócesis de entrada”, donde comenzaron su particular “cursus honorum” muchos de los prelados que la han regido y que terminaron su ministerio apostólico en otros obispados, alcanzando algunos el rango de arzobispos o cardenales.

Como diócesis pequeña, Ciudad Rodrigo siempre ha sido muy celosa de su continuidad e independencia. Desde sus orígenes, en la segunda mitad del siglo XII, luchó por sus derechos episcopales y territoriales con las vecinas diócesis de Salamanca y Coria. Los temores a ser engullida por la salmanticense, han estado muy presentes en los últimos 170 años, lo que ha dado lugar a la conjunción de voluntades para evitarlo.

Desde mediados del siglo XIX, la ciudad y su tierra han asistido a momentos muy críticos. El Concordato de 1851 suprimió la diócesis y su territorio fue agregado a la de Salamanca. La independencia se lograría en 1884 con el nombramiento de un administrador apostólico, situación ésta que se mantuvo hasta 1950. En ese intermedio hubo diversos momentos en los que la diócesis estuvo en peligro de desaparecer. El periodo más largo de sede apostólica vacante fue el de 1941 a 1945, esto es desde la muerte del prelado Manuel López Arana hasta el nombramiento de Máximo Yurramendi. Durante este periodo (1884-1950) los obispos que residieron en la ciudad no fueron titulares de Ciudad Rodrigo, sino que llevaron el título de otras diócesis extinguidas. Hubo que esperar hasta 1950 para que se normalizara la situación apostólica de la diócesis con el nombramiento de Jesús Enciso Viana como obispo de Ciudad Rodrigo. Desde esa fecha hasta el presente han desempeñado el episcopado civitatense siete prelados.

En lo que llevamos de siglo XXI han tenido lugar en Ciudad Rodrigo y su obispado dos movimientos ciudadanos muy similares con un denominador común: el fundado temor a la posible supresión de su secular diócesis o de asimilación o absorción por la de Salamanca. Ello ha coincidido con sendos periodos de sede vacante. El primero producido por el traslado a León del obispo Julián López Martín en marzo de 2002 y el segundo por la renuncia en 2019 del prelado Raúl Berzosa Martínez.

A mediados de diciembre de 2002 seguía sin proveerse la silla episcopal de Ciudad Rodrigo. Los fundados temores de una posible supresión o absorción por Salamanca fueron desvelados por la curia diocesana y, en particular, por el vicario general en la víspera de Navidad. Muy pronto instituciones y asociaciones laicas y eclesiásticas hicieron piña reclamando el nombramiento de un obispo propio y titular para Ciudad Rodrigo. Aquel movimiento ciudadano fue estimulado desde las propias instancias eclesiales civitatenses, con el administrador apostólico, el vicario general y el clero en general, animando al pueblo a que enviara cartas a la Nunciatura de la Santa Sede en España y a la Conferencia Episcopal Española en favor de la continuidad de la diócesis y del nombramiento de un obispo. Finalmente, tras muchas gestiones públicas opiniones y entusiasta participación del pueblo diocesano, el 26 de febrero de 2002 la Santa Sede nombró obispo titular de Ciudad Rodrigo a don Atilano Rodríguez Martínez.

El actual movimiento ciudadano y diocesano ha surgido desde comienzos de enero del año en curso. Ante la tardanza en nombrar obispo, después de cerca de dos años de la renuncia de don Raúl Berzosa, el sacerdote Tomás Muñoz Porras, exvicario general de la diócesis, publicó un artículo en la prensa titulado “¡Surge civitas! (¡Levántate ciudad!) en el que exponía su preocupación por una posible desaparición de la diócesis civitatense, por ser pequeña y pobre. Se lamentaba también que faltara quien le diera voz ante los responsables de la Conferencia Episcopal y de la Santa Sede de Roma: “Darle voz para expresar y exponer sus inquietudes, sus problemas, sus gozos, sus planes pastorales de futuro y la vida diaria de sus hijos diseminados por todos sus pueblos”.

Con los fantasmas del pasado en la memoria colectiva, la carta del sacerdote prendió como la yesca y dio paso a un nuevo movimiento en la ciudad y su tierra que reclamaba la continuidad de la diócesis y el nombramiento de un obispo propio, exclusivo y residencial.

A diferencia de 2002-2003 en esta ocasión, el administrador apostólico y el vicario general no hicieron una llamada a la participación del pueblo diocesano en defensa de su diócesis. Al contrario, el administrador apostólico,

don Jesús García Burillo, obispo emérito de Ávila, hizo pública una carta pastoral dirigida a los sacerdotes, religiosas y fieles laicos en la que ordenaba callar: “el silencio puede ser, muchas veces, la respuesta fiel a la voluntad de Dios”; criticaba también las cartas enviadas a la Nunciatura: “los escritos, que no son sino una manifestación de disconformidad con el Papa”. Por último, les exhortaba a no colaborar en ninguna campaña (de recogida de firmas), por entender que esta podía ser entendida como una “rebelión” contra la voluntad del Papa y que pretendía “intimidar a la Santa Sede en su decisión sobre el futuro obispo de nuestra Diócesis de Ciudad Rodrigo”.

Dos crisis similares. Dos respuestas distintas y contradictorias por parte de la jerarquía diocesana. ¿Cómo pueden percibir los propios sacerdotes, religiosas y fieles laicos estas contradicciones? En 2002-2003 el administrador apostólico, el vicario general y el clero animaban a los fieles a pronunciarse y a enviar cartas a la Nunciatura para pedir un obispo titular para Ciudad Rodrigo. Ahora, en 2021, el administrador apostólico les manda guardar silencio y abstenerse de participar en campaña alguna para “no intimidar al Papa”. ¿Quiere decir que los responsables del gobierno de la diócesis en 2002-2003 se rebelaron contra el Papa al que trataban de “intimidar”? ¿Acaso monseñor Julián López Martín (obispo de León y administrador apostólico de Ciudad Rodrigo), el vicario general don Nicolás Martín Matías y el resto de vicarios, así como de los párrocos que recogían firmas y animaban a colectivos y asociaciones a hacer llegar por escrito la petición ante el Nuncio, eran unos rebeldes consumados contra el Papa? Y otra pregunta para la reflexión: ¿Cómo pueden percibir los fieles cristianos que sus pastores (los párrocos de las iglesias que en 2003 les pedían desde los púlpitos que firmaran la petición dirigida a la Nunciatura) ahora, en 2021, no sólo no se la pidan, sino que estén amordazados y tengan prohibido implicarse en la defensa de la diócesis y del nombramiento de un obispo titular, como lo hicieron en 2003? ¿Cuál de las actuaciones está más cerca de la doctrina evangélica de la Iglesia?: ¿la de manifestarse y participar en la vida diocesana o la de guardar un silencio impuesto?