Sociedad

Los pobres, aquel país desconocido

"Pero oye, que me quiten lo bailao, ser como soy es más importante que el mal que pueda haber detrás, eso sí que no le tomen a uno por tonto, una cosa es ser buena persona y otra..."

Alfon Arranz
Alfon ArranzLa RazónLa Razón

En aquel Junio, con 12 años sólo pensaba en mis vacaciones, en el campamento próximo y en cuantos helados me podría tomar en las semanas venideras, una de mis rutinas era ir a la piscina Albatros a clases de natación para surcar el líquido elemento como es debido de una vez por todas. Aquellos días un caluroso verano asomaba el semblante y el tórrido olor estival y el sonido de los vencejos empezaban a formar parte del circunloquio cotidiano para los vecinos de la ciudad. La gente alegre, con sus “quehaceres” y su vida amable de cara a la galería vaticinaban una mágica noche de San Juan de prometedores deseos de futuro.

Y en medio de todo aquello me fijé en un señor que semana tras semana pedía de rodillas en la calle Maldonado, me parecía extranjero, mirada triste y decaída pero con una media sonrisa, mi alma de niño no lo podía soportar, no podía entender como la gente puede pasarlo mal y alguna que otra vez le daba unas monedas. Pero un día, tras entregarle una de mis pequeñas pecunias, el hombre se levantó y empezó a llamarme, yo atemorizado me quedé quieto, me di la vuelta y de pronto sacó de su mochila un KitKat, me lo regaló, me sonrió y volvió a su sitio. Yo impactado, intentando procesar lo que había pasado, seguí mi camino. Volví a ver al hombre pidiendo en más sitios, hasta que como todo pobre desapareció en el silencio del mundo pre-smartphone para no volver nunca más.

Aquel gesto de ese caballero hizo que me replanteara muchas cosas y que estuviera aún más convencido de que los pequeños guiños de la vida pueden cambiar el mundo. Ya mi abuela me contaba que mi difunto abuelo Víctor, una vez al mes, invitaba a comer en un restaurante a un sintecho, esas palabras retumbaban en mi cerebro y despertaban un sentimiento de dar dos sopapos a aquellos que se mostraban indiferentes a la marginalidad humana.

Años más tarde paseando por Madrid se me acercó un hombre pidiendo dinero, yo le dije que pasta no soltaba pero que le invitaba a cenar, el hombre se me echó a llorar, me dio dos abrazos y fuimos a una cadena de comida rápida a celebrar nuestro encuentro. Me contó que era albañil, de Segovia y que tras la gran crisis se había quedado en la más absoluta miseria y que vivía debajo del viaducto de la Plaza España con su chica, el amor de su vida y que echaba mucho de menos a sus padres. Le compré un billete de bus para que pudiera acercarse a verles. No volví a saber de Agustín, pero espero y deseo que haya tenido buen puerto.

Más veces he intentado ayudar, he pagado la compra e invitado a gente que estaba en estado de necesidad, en muchas ocasiones supongo que me tomarían el pelo, no hay que olvidar que las mafias engañan también y campan a sus anchas, y que la vagancia y la subvención junto con la terrible adicción a las drogas es un coctel explosivo que hoy en día está más presente que nunca.

Pero oye, “que me quiten lo bailao”, ser como soy es más importante que el mal que pueda haber detrás, eso sí que no le tomen a uno por tonto, una cosa es ser buena persona y otra…

Pero no hay que consentir tampoco que por cuatro canallas se deje de ayudar al que de verdad lo necesita, todo depende del país, de su capacidad de generar riqueza, de la renta per cápita, y de hacer políticas que enseñen a ganarse el pan y no depender de ayudas, eso es lo ideal, pero el día a día de la gente que está realmente en riesgo de exclusión social, marginada y apartada y muchas veces en silencio es una realidad que no debemos de olvidar y que como seres bondadosos y honestos, que creo que somos en el fondo, todos podemos poner nuestro granito de arena. No podemos cambiar el mundo pero si quieres hacer algo hazlo, os aseguro que tras ello, el sol brillará en la noche más oscura en los ojos de la gente.