Cataluña
El mal humor es muy navideño
El personaje del gruñón tiene su máxima razón de ser en una fiestas como éstas impregnadas por las ideas de fraternidad, perdón y «poner la otra mejilla» cristiana
Los ojos de los muertos no tienen brillo, y el de las personas que han olvidado que los seres humanos no tienen por qué ser perfectos tampoco. Rodrigo estaba haciendo la comida a sus hijos mientras Alexa, su mujer, estaba realizando las compras navideñas de última hora. «Cuando llegue a casa te llamo y me bajas las llaves del coche, ¿vale?», había dicho Alexa a su marido para que los niños no vieran los regalos. Cómo odiaba a veces estas fiestas.
Lo primero que hizo Rodrigo al llegar a casa fue buscar las llaves para tenerlo todo preparado, pero no las encontró, así que le escribió un mensaje al móvil a su mujer para que le dijera dónde las había dejado. Ésta no le contestó, así que Rodrigo empezó a hacer la comida hasta que oyó que llamaban al timbre. Miró primero su móvil y luego fue al interfono. «Bájame las llaves», oyó. «¿Dónde están?», preguntó Rodrigo. «No te oigo, bájamelas», inistió su mujer.
«Tenemos hambre», gritaban en ese momento sus hijos. Rodrigo empezó a buscar las llaves pero no las encontraba. No estaban en su sitio, por supuesto, ni en ninguno de los siete bolsos que había tirados alrededor de la casa. «Tenemos hambre, papi», insistían sus hijos. Y el interfono seguía sonando. «¡No sé dónde están las llaves!», gritó Rodrigo. «No te oigo, bájame las llaves ya», continuaba Alexa, mientras tocaba el timbre una y otra vez. «¡Qué ocurre, por qué llaman tanto al timbre!», oyó que decía la vecina al otro lado de la puerta, una bruja que en los cuentos seguro que acababan devorada por la felicidad de los niños. Vio a sus hijos. «Tenemos hambre». No, no podía ponerse de parte de la bruja, ahora no.
En ese momento, Rodrigo encontró las llaves por casualidad en el bolsillo interior de uno de los bolsos en apariencia vacíos. Su odio por las navidades y por su mujer estaban en ese momento en todo su esplendor. «¿Puedo comerme una galleta?», preguntó entonces su hijo pequeño. «¡Vamos a comer ahora!», gritó Rodrigo. «Bah, qué gruñón», dijo el niño y se fue a ver la tele.
Todavía se oía intermitentemente el interfono. Bajó en el ascensor y con la cara encarnada y las cejas en punta fue abrir la puerta. «Dónde estabas, es que no puedes hacer nada sin convertirlo en un problema», gritó su mujer y éste cogió las llaves y las lanzó a la bolsa de los regalos. Tal cual. Los vecinos del segundo oyeron un oso devorar a un dinosaurio, pero creyeron que no, que sólo era la Navidad, que llevaba todo a los extremos.
Rodrigo volvió a subir a casa, furioso, pero vio que no tenía las llaves de casa, también las había tirado. Empezó a apretar el timbre, a picar la puerta, a rugir que el mundo se acababa y él era el responsable. Al final, sus hijos fueron abrir. «Eres tú, papí». «Abre de una vez», gritó. «¿Y mamá?», preguntaron cuando abrieron la puerta y Rodrigo no contestó, sólo cerró con un portazo que tiró el cuadro del señor feliz al sueño. Ahora era el cuadro del señor infeliz, desde luego.
Al cabo de un segundo volvió a oirse la puerta. Rodrigo fue a abrir. Era su mujer, por supuesto, que no se había muerto. «Pero estás loco, ahora los guardas tú. A mí me dea igual», dijo y entró echa una furia en casa dejando los regalos tirados en la puerta. Estaba claro que ambos tenían motivos para ser desagradables el uno con el otro. «¡Qué gruñones! ¿Podemos comer ya?», exclamaron los niños. Sí, tenían todos los motivos del mundo.
Rodrigo prefirió irse de allí a morderse las manos a ver cómo sangraban. Dejó los regalos en el coche y encontró sus llaves en la bolsa. Regresó a casa. Sus hijos estaban en el suelo agarrándose del cuello. Apostó por el pequeño, pero se equivocó. Los dos empezaron a llorar. Su mujer ponía cara de haber inventado el fin de la estupidez al mirarle con odio. Y él, pues hizo lo único que tenía sentido, gruñir, sí, gruñó, grrrrrrrrr, dijo. Sus hijos dejaron de matarse, su mujer dejó de desear que se muriese, y él dejó de querer morirse. Soy un gruñón, soy un gruñón, lo sé, no lo véis, qué tenéis contra mí, por amor de Dios, dijo y se calló.
El mal humor es muy navideño. Su mujer le dijo que se había quedado sin batería en el móvil y que el interfono no funcionaba, no oía nada de lo que le decía, así que no sabía qué pasaba. Le pidió perdón por ser tan gruñona y sólo pensar lo peor. Rodrigo le dijo que se callara. No, no quiero que dejes de ser gruñona, afirmó, yo no pienso dejar de ser gruñón, o todos nos mataríamos por no encontrar unas llaves. «¡Me estás diciendo que querías matarme por unas llaves!». «No, no, claro que no», contestó Rodrigo.
El gruñón tiene su máxima razón de ser durante estas fiestas, en la que la representación de la felicidad es un monstruo constrictor imposible de interpretar. Desde el entrañable Ebenezer Scroodge, el desagradable tacaño de «Cuento de Navidad», la literatura parece empeñada en redimir a estos personajes, hacerles todo tipo de trastadas, como que tres fantasmas le atormenten, para hacer del mal humor no una razón en sí, sino una patología. ¿Tiene George Wilson razones para odiar a Denise el travieso? Razones las tiene todas, es evidente, de eso van las tiras cómicas de Hank Ketcham. ¿Entonces por qué nos enfurecemos cuando demuestra su rabia contra el bueno de Denise?
Literatura de la negación
El gruñón es la representación de la rabia caricaturizada, es decir, la mofa hasta el absurdo de la rabia. El adolescente Holden Caufield parece el epítome del rebelde sin causa, es pura rabia caricaturizada, o sea una creación moral y desagradable, porque el gruñó siempre es gravitatorio, es decir, causado por fuerzas mucho mayores que la suya, y por tanto tiene toda la razón del mundo. Otra adolescente, más lista pero igual de gruñona, Merricat Blackwood, la protagonista de «Siempre hemos vivido en el castillo», de Shirley Jackson, podría ser esa noción de necesidad que tiene todo gruñón, o cómo la furia sólo es un grado superlativo de descontento y quien diga que eso es un sentimiento a mitigar es que es un miserable y un conformista atroz.
Imaginemos a los grandes gruñones de la literatura y veremos que son mucho más que caricaturas. Toda historia de un ser humano es la historia de una incapacidad. Toda historia de un gruñón es la gran historia de una incapacidad, por eso son los mejores personajes que existen. Pensemos en la Olive Kitteridge que da título a la obra maestra de Elizabeth Stout. Quien queira ponerse en la piel del marido, en lugar de la dura, directa y áspera Olive ha se superar sus complejos de inferioridad y ver allí un carácter en busca de agrandar su capacidad.
Otro de los grandes es Lily Bart, la protagonista de «La casa de la alegría». Esta mujer creada por Edith Wharton muestra esa rotunda negación ante la incapacidad que es el gruñón. La mujer, de belleza e ironía únicas, busca su desarrollo en un mundo que va en su contra desde el día que nació, ¿y hay que corregir su mal carácter? No existe el mal carácter, sólo el carácter sin representación y Lily Bart lo representa a la perfección.
La lista es infinita, El alguacil Rooster Cogburn, de «True Grit», de Charles Portis; Miss Havisham, de «Grandes Esperanzas», de Dickens; o el Merlín de T. H. White son maravillosos. Así que grrrr, todos a gruñir.
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