Cultura

El mal arte de falsificar el buen arte

Elba recoge en un libro los entresijos de escándalos relacionados con la falsificación de pinturas

Han Van Meegereen, junto a uno de los Vermeer que él creó
Han Van Meegereen, junto a uno de los Vermeer que él creóWikipedia

Se dice que el pintor Camille Corot pintó a lo largo de su carrera un total de dos mil cuadros. Se cree que solo en Estados Unidos hay unos cinco mil cuadros de este artista francés repartidas entre museos y colecciones privadas. Es decir, alguien se encargó durante años de inundar el mercado, especialmente el estadounidense, de obra falsa de Corot. Pero esto no es algo que se limita a un solo artista. Una voz tan autorizada como Thomas Hoving, el que fuera director del Metropolitan Museum de Nueva York, aseguró en 1997 que el 40 por ciento de las piezas que colgaban en las salas de esta institución eran falsificaciones. Ahora se cree que esa cifra no es correcta y que deberíamos hablar del cincuenta por ciento.

Estos estremecedores datos, una declaración de principios sobre en qué manos está la certificación de obras de arte, aparecen en un interesantísimo libro que acaba de editar Elba. Bajo el título «Falsificadores ilustres», su autor Harry Bellet nos propone un paseo por algunos de los nombres que han hecho un mal arte del buen arte. Es la cara oculta de un negocio que mueve mucho, muchísimo dinero en todo el mundo y que, incluso, se ha cobrado alguna vida de manera violenta.

Entre los personajes que aparecen retratados en esta ensayo destaca con luz propia a Han Van Meegeren, el artista que logró engañar a Goering, uno de los gerifaltes de Hitler. El engaño en cuestión consistió en haberle vendido a Goering algunos grandes tesoros de la pintura flamenca, entre ellos un cuadro de Vermeer que representaba a María Magdalena lavando los pies a Cristo. Por ese hecho, muchos consideraban a Meegeren un traidor. Pero no era así. Había truco, aunque nadie creía que eso fuera posible: él había pintado todos esos cuadros que se habían vendido a las autoridades nazis. El hombre al que acusaban de colaboracionista se salvó de la horca pintando en prisión, ante testigos, el mismo Vermeer que había ofrecido al mariscal nazi. Se convirtió en un héroe nacional.

Otro protagonista de «Falsificadores ilustres» no ha pasado a los libros de historia del arte como un héroe sino como un verdadero canalla. Hablamos de Fernand Legros, un personaje con una vida aventurera, como él mismo se encargó de dibujar al asegurar que había sido bailarín en Nueva York o espía del secretario de la ONU Dag Hammarskjöld. También se dice que fue traficante de armas y que vendía playas, pero si Legros es conocido por algo es como el hombre que vendía arte al multimillonario tejano Algur Hurtle Meadows. De los 58 cuadros que compró Meadows, 44 resultaron ser falsos. El millonario consideraba que la adquisición de piezas de este tipo –se entiende que siempre que sean auténticas– era una buena manera de evadir impuestos. Otras de las víctimas de Legros fue el Museo de Arte Occidental de Tokio al que vendió «Pont de Londres avec Westmister», un original de André Derain que en realidad no lo era. Su peculiar aspecto físico –sombrero de ala larga, gafas oscuras y larga y frondosa barba– llamó la atención a muchos, entre ellos a Hergé quien se inspiró en él para la que debía ser última aventura del héroe de viñetas del dibujante belga: «Tintín y el Arte Alpha». Legros, por cierto, acabó sus ideas arruinado y explotado por alguno de los jóvenes a los que conoció en la cárcel.

Muy diferente fue la suerte de otro falsificador, del británico Eric Hebborn. Se lo encontraron muerto en Roma, con el cráneo destrozado posiblemente por un golpe de martillo. Nunca se ha encontrado el arma del crimen, ni a los autores materiales del mismo. Lo que sí se sabe es que Hebborn tenía la capacidad para crear centenares de dibujos que parecían salidos de la mano de alguno de los grandes maestros del Renacimiento. Se cuenta que Hebborn decidió pasarse al lado oscuro del arte cuando, en su juventud, vendió a la galería londinense Colnaghi algunas obras originales que había comprado. Se dio cuenta del beneficio que obtenía en la reventa el marchante, por lo que contestó a todo esto con la venganza. En 1963 ofreció a Colnaghi un dibujo que los expertos no dudaron en atribuir a Mantegna. A partir de allí siguió «ofreciendo» piezas de Rubens, Piranesi o Tiépolo que acabaron en las salas del British Museum, el Metropolitan Museum o el Museo Nacional de Dinamarca, como el artista explicó en sus escandalosas memorias.

Y es que, como cuenta Bellet, no conviene fiarse de nada, especialmente de las gangas. Eso lo ejemplifica con un raro dibujo de Julio González, un estudio para su célebre «Montserrat» que se expuso en el pabellón parisino de la República en 1937, junto al «Guernica». El dibujo se vendía por muy bajo precio. González había muerto en 1942. El papel del «original» era de los años 60.