Opinión

Elogio de lo viejo

Preestreno de Snowshow de Slava en Melbourne
Preestreno de Snowshow de Slava en MelbourneCON CHRONISAgencia EFE

Pasó el bullicio vocinglero de la Nochevieja, que empezó a celebrarse cuando se instauró el calendario gregoriano en 1582, se fue el año viejo, despedido con incomprensible jolgorio, entró el nuevo, al que nadie sale a recibir (el día de Año Nuevo es el día más triste: las calles están vacías y los pocos que deambulan por ellas lo hacen como recogidos en sí mismos, sombras que vagaran en sueños o paseantes apesadumbrados que contaran sus pasos), y el invierno que no llega.

No llueve, al menos por estos lares mediterráneos, no nieva (¿cuánto hace que no vemos nevar en Barcelona? Peor aún: ¿volveremos a ver nevar en Barcelona?), no hace frío, podrían arder los montes, siguen abiertas las playas, duermen las borrascas...

¿Qué pensará la naturaleza, sin tiempo para descansar? ¿Y los árboles, con el sol urgiendo a las ramas para que suelten los primeros brotes y las mimosas a punto de florecer? ¿Y esas florecillas que asoman la cabeza sin saber que es enero? Enero, el Ianuarius latino, en honor a Jano, el dios de las dos caras, que simbolizaban la entrada y la salida, el pasado y el futuro, lo viejo y lo nuevo…

–El invierno no existe, son los padres –oí decir el otro día, y enseguida apunté la frase.

Volviendo a la Nochevieja, que es ya un recuerdo borroso de algo sucedido hace mucho tiempo, lo único que de ella le gusta a uno es el nombre con que se la bautizó: la noche última, y por eso ya vieja. Será una de las pocas veces en que el término que le aplicamos a esa noche pervive con el decoro y la exactitud de su significado original, sin el menor asomo de recelo ni prevención, y sin la urgencia por buscarle una alternativa en forma de eufemismo.

Lo viejo es viejo porque existe desde hace mucho tiempo, lo cual no comporta mengua ni descrédito de ninguna clase, ni tiene por qué ser denigratorio ni negativo. Al revés, presupone y conlleva mérito y valía. En las personas, el conocimiento, el temple y la experiencia, que es un grado, como antes se decía; y en las cosas, la estimación de lo que dura. Los muebles y utensilios viejos, por esa pátina del tiempo usado; los libros viejos, porque atesoran la tradición; la ropa vieja, porque ella sola sabe cómo tiene que ponerse y no hace falta recordarle la imagen que debemos dar, pues lleva años respirando por nuestros poros, ha sabido adaptarse con mansedumbre a las vicisitudes no siempre felices que ha experimentado nuestro cuerpo, conserva como una huella imborrable el calor y el tacto de nuestra piel y aun guardada en el armario por no estar de moda sigue aguardando con ilusión el día en que vuelva a salir al aire libre.

Todo, al fin, cuestión del padre tiempo, y la expresión latina tempus fugit (“El tiempo huye”, “El tiempo se escapa”) viene que ni pintiparada para estas fechas de cambio de año en las que tan fácil resulta desandar los caminos que llevan de este vivir en el que estamos al otro en el que un día estuvimos.