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2015: otra odisea robótica

«Autómata», «Ex Machina» y «Chappie» se unen a «Her» y otros filmes recientes que se preguntan por el despertar a la conciencia de la Inteligencia Artificial

«Ex Machina». Un ingeniero trata de probar la «humanidad» de su creación más perfecta: un robot con forma de mujer. El resultado es inquietante.
«Ex Machina». Un ingeniero trata de probar la «humanidad» de su creación más perfecta: un robot con forma de mujer. El resultado es inquietante.larazon

«Autómata», «Ex Machina» y «Chappie» se unen a «Her» y otros filmes recientes que se preguntan por el despertar a la conciencia de la Inteligencia Artificial

Roy había visto cosas que jamás creeríamos: naves de combate en llamas más allá de Orión, rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser... Pero, más allá de lo que viera, lo llamativo es que fuera consciente de su belleza y de que, con su «muerte», todos esos momentos se perderían como lágrimas en la lluvia. Roy, el replicante de «Blade Runner», un androide humanoide perfecto en todo excepto en su brevísima existencia –hoy lo llamaríamos obsolescencia programada–, no quería dejar de funcionar. Morir, en definitiva, si admitimos que a una máquina tan humanizada puede aplicársele un verbo que rige sólo para seres vivos. Como Hal 9000, la conciencia computerizada que guiaba la nave de «2001: una odisea en el espacio», obligada a mentir y sujeto de un sentimiento muy humano: el miedo. ¿Puede una máquina ser consciente de su existencia, querer, odiar, temer? La respuesta, a día de hoy, es evidente: no.

Pero, ¿podrá hacerlo en el futuro? El debate sobre los límites de la Inteligencia Artificial saltará este año de los círculos científicos a las salas de cine, donde coincidirán varios títulos que lo afrontan. «Autómata», el primero de ellos, tiene un «código de programación» español: Antonio Banderas ejerce de productor y protagonista de esta historia futurista que dirige Gabe Ibáñez y que se estrena el próximo viernes. Estamos en un futuro distópico en el que existen robots sujetos a tres protocolos por su programación. Uno de ellos les prohíbe autorepararse... Hasta que esto sucede. La cinta se mete de lleno en el debate de la IA (la Inteligencia Artificial, o AI en sus siglas en inglés) y sugiere una idea interesante: que la toma de conciencia implica la emancipación como especie. Ibáñez recurre al argumento de otro filme, «AI», de Steven Spielberg, para resumir el suyo: «En ‘‘AI’’, cuando el niño se mete bajo el agua, el filme da un salto en el tiempo y llega al momento en el que sólo los robots quedan en la Tierra. En el fondo, ‘‘Autómata’’ cuenta lo que puede pasar entre medias». Y añade: «El protagonista, un agente de seguros, descubre el caso de un robot que ha perdido el segundo protocolo, el que limitaba a la IA para avanzar, lo que permite así un salto evolutivo». Y aporta un dato: «Una de las primeras ideas que dieron lugar a la película fue una noticia de una impresora 3D que era capaz de hacer el 80% de otra. Me pareció muy impactante. Me dije: ‘‘Vamos a hacer a unos robots que al final deciden crear a otros’’. La tesis es: alguien está vivo cuando quiere estarlo».

IA fuerte y débil

Sin embargo, lo primero que conviene aclarar es el concepto de IA. El director del Instituto de Inteligencia Artificial del CSIC, Ramón López Mántaras, explica que cualquier sistema artificial capaz de pensar por sí mismo ya es inteligente. «Hay dos misiones de la IA: una muy práctica o de ingeniería y otra más de ciencia, de largo plazo –aclara el investigador–. Son lo que llamamos IA fuerte y débil. La débil es prácticamente todos los miles de géneros que existen hoy en el mundo, como los programas que juegan a ajedrez mejor que cualquier humano. Se la llama IA débil porque sabe hacer muy bien una sola cosa. Cualquiera de estos programas sólo saben jugar al ajedrez, nada más. Otro ejemplo: un sistema que sepa diagnosticar enfermedades, pero de un único tipo. El ser humano es más generalista: cualquier médico no sabe sólo de medicina, sino que sabe cocinar, ir en bicicleta... Somos inteligencias generales, no específicas».

Así, lo que a menudo se llama IA en cine o literatura corresponde en realidad a lo que los científicos llaman «inteligencia fuerte»: «Es la que pretende que las máquinas tengan inteligencias generales, no específicas –prosigue López Mántaras–. Para conseguirlo hay un problema enorme que no sabemos cómo resolver todavía: requiere tener sentido común». Algo que se logra con la experiencia. «Una máquina no tiene vivencias. Tendríamos que crear una de forma humanoide y ponerle a realizar acciones. Esto es una línea más o menos reciente, la ‘‘robótica del desarrollo’’, aunque hace años ya que Jean Piaget investigó en ese terreno».

Volviendo a la ficción, Isaac Asimov demostró lo finas que son las barreras entre literatura y ciencia cuando postuló sus tres leyes de la robótica, que aún hoy parecen lógicas, pese a que el propio escritor demostró sus fisuras. No fue la primera vez que la ficción abrió camino. «‘‘2001. Una odisea en el espacio’’ era una especie de agenda de problemas a investigar en el terreno de la inteligencia artificial de los siguientes 40 años. Fue un tipo de ciencia ficcion más realista que otros», dice López Mántaras.

Caminos parecidos, aunque desde el terreno de la comedia, recorre «Chappie», suerte de actualización de la entrañable «Cortocircuito». Como aquel androide, el protagonista de la nueva película de Neil Blogkamp («District 9», «Elysium») es un androide militar convertido en ser inofensivo al hacerse consciente de propia existencia y comenzar a aprender a vivir como un niño. Una mezcla de los combatientes de «Apleseed» y la candidez de «Wall-E» cuyo «renacimiento» no gustará a sus creadores. También amable ha sido la aportación juvenil a este subgénero, «Big Hero 6» –que Disney acaba de estrenar–, protagonizado por Baytrax, un enorme robot-enfermero que recuerda al muñeco de Michelin. Roy Conli, productor del filme, explica a LA RAZÓN que dieron con el diseño del protagonista al conocer el programa de «soft robotics», o robótica blanda, de la Universidad de Carnegie Mellon (Pittsburg, Pennsylvania, EE UU). «Toda la parte científica del filme tuvo su investigación, aunque la hemos expandido más allá de la realidad. La robótica blanda es una tecnología que se está desarrollando y usando para robots de atención médica», cuenta. El filme es de carácter familiar y opta por el entretenimiento. Pero al final plantea de refilón una toma de conciencia del robot sobre sí mismo. Y prosigue el creativo de Disney: «Queríamos hacer de Baymax una criatura que siente, que fuera capaz de aprender, pero sin perder su esencia robótica. Caminábamos por una una línea muy delicada».

La seducción hecha robot

A punto de estrenarse en EE UU, «Ex Machina» tiene por protagonista a un empleado de una empresa de tecnología y a un androide casi perfecto, un robot humanísimo con rostro de mujer al que el primero deberá realizar una variación del test de Turing. No sólo lo pasará, sino que demostrará que su percepción de sí mismo –o misma– le lleva a jugar con herramientas tan humanas como la seducción y el engaño. Para comprobar si un ordenador era inteligente, Turing propuso una prueba sobre su capacidad para «engañar» a humanos reales: en habitaciones separadas, una persona y una máquina se comunican por medio de una pantalla. Si el ordenador logra hacer creer a su interlocutor que habla con un humano, habrá superado el test. Sin duda, el sistema operativo con la voz de Scarlett Johansson del reciente filme «Her», una atípica historia de amor entre un humano y una máquina, habría pasado el test con creces: la película de Spike Jonze plantea qué puede ocurrir cuando se llega a la IA fuerte: celos, necesidad de aprendizaje, inseguridad...

Ningún robot hoy es capaz, explica López Mántaras, de describir una escena que esté contemplando en plena calle o de analizar una puesta de sol. «Eso sería una extensión del test de Turing. Si tu robot, como en esta película, tiene cara y apariencia humana, ya no es necesario que esté en otra habitación, y además el test podría consistir también en ver cómo agarra o manipula objetos, el aparato sensor, el motor, su respuesta o las expresiones faciales». Eso era, a grandes rasgos, el Test Voigt-Kampf de «Blade Runner», una especie de extensión del de Turing. Otra cosa es la noción del yo. «Eso entra en el terreno de la filosofía. No hay ningún test para demostrar que una máquina tenga conciencia. Cada uno de nosotros estamos convencidos de que la tenemos. Yo lo sé. Tú también. Pero no hay manera objetiva y científica de determinar que otra persona la posea. Incluso si un día hubiera un robot como el que propone ‘‘Ex Machina’’, tendríamos que aceptar una confesión del tipo: parece que tiene conciencia; le otorgo esa propiedad, seré condescendiente».

Quizá eso implique, como rezaba el lema de la corporación Tyrell, aceptar que nuestros ayudantes, entrenadores o médicos, tras sus armazones de metal y plástico, sean «más humanos que los humanos».

La relativa importancia del Test de Turing

El «Test de Turing», explica López Mántaras, supone que un robot «debe llegar a confundirte entre qué respuestas son de una persona y cuáles de una máquina». El investigador niega la veracidad de la noticia reciente de que un ordenador lo había superado: «Fue una falsa alarma. El test no pone ninguna restricción respecto a edad, nacionalidad, sexo ni otra condición de la persona que se supone es el software. Aquí advertían de que la persona –el ordenador– era un adolescente, de 13 años y de habla no inglesa, con lo cual se cubrían las espaldas con el idioma. Pero así no vale. Hay ya demasiadas condiciones». Lo cual no quiere decir que los científicos sigan a la espera: «Nadie hace caso ya al Test de Turing en la comunidad científica. No tiene en absoluto ninguna importancia. Nadie trabaja para pasarlo. No es un objetivo principal».