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Así es “Nomadland”, el libro en el que se basa la película ganadora de los Oscar

Esta masa de personas vive en parkings y han transformado su vehículo en su casa
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La clave del sueño americano es la oferta de oportunidades para vivir mejor. Un país que no ofrece esas posibilidades no es atractivo para nadie. De ahí que Estados Unidos sea una nación de aluvión, con inmigrantes de cada rincón del planeta. El secreto es la libertad, que cualquiera pueda labrarse un futuro halagüeño con trabajo, talento y suerte. Esa libertad de asumir la responsabilidad del propio destino supone la posibilidad de fracasar o no prosperar. “Looser” (perdedor), es un insulto frecuente allí. El éxito es la prosperidad.
Ya contó Thorstein Veblen en 1899 que la base del sistema norteamericano era la distancia entre la clase ociosa que consumía para mostrar su riqueza y los que trabajaban para producir. Era una dicotomía maniquea, pero efectista. En la América de finales del siglo XIX, trabajar con las manos era un signo de pobreza, decía aquel sociólogo en su obra “Teoría de la clase ociosa”. No sé si Scott Fitzgerald leyó aquel libro para su inolvidable “El gran Gatsby”, publicado en 1922, en el que retrata los modos de vida de esos “ociosos” y su contraste con los jornaleros. Eran los “felices años 20”.
No fueron tan felices para todos. La felicidad es un concepto subjetivo y más aún cuando se habla en términos generales. Ya entonces era corriente las migraciones de trabajadores de un lado a otro del país buscando un jornal en labores de temporada. Y no solo pasaba en Estados Unidos, era corriente también en Europa, sobre todo, en labores agrícolas.
Dicha migración provocó que esas personas abandonaran sus raíces y pueblos, y adoptaran costumbres y una mentalidad nuevas. Incluso extendió la prostitución, por la lejanía de la familia en los hombres y lo corto de los salarios en las mujeres. Y el alcoholismo, porque las tabernas se convirtieron en el único lugar de ocio después del trabajo. De ahí "La ley seca" en Estados Unidos, que duró trece años.
En la calle y hambrientos
El crack de 1929, al que algún economista famoso quiere equiparar con la crisis de 2007, dejó a mucha gente en la calle, sin trabajo y hambrienta. Entre 1933 y 1939 el país vivió una oleada de huelgas generales y ocupación de fábricas sin precedentes. La tensión siguió a la pobreza y al desempleo. John Steinbeck retrató en "Las uvas de la ira" (1939) a las familias que tuvieron que dejar su hogar para buscar un sustento. John Ford la llevó al cine un año después, aunque cambió el final. Mientras el novelista terminó la obra hablando de las bondades del colectivismo, el director se decantó por el intervencionismo gubernamental al estilo Roosevelt. La mirada europea a Estados Unidos siempre es igual en este sentido. Se pregunta: ¿Por qué en aquel país, con tanta "desigualdad", no hay un movimiento socialista? La respuesta la apuntó Werner Sombart en 1906: la sociedad norteamericana tenía una sólida base democrática y liberal que permitía al trabajador ascender en la jerarquía social y tener una "cómoda existencia pequeño-burguesa, por ejemplo, de comerciante".
Esta es la razón de que Bernie Sanders haya fracasado o que Hillary Clinton no funcionara. También disgustó la última administración de Obama, cuando su política económica generó cierre de empresas y desempleo y quiso obligar a lo que en Estados Unidos se llamó "imposición ideológica". Fue el "Obamacare" que tanto movilizó a los opositores al Partido Demócrata. Trump, por el contrario, presentó un proyecto proteccionista y conservador que devolvió a los norteamericanos la idea de un Gobierno que les protegiera. Esa protección era crear empleo y evitar el cierre de empresas a través de la desregulación y enfrentándose a China. Es cierto que se ha generado empleo como nunca y que la economía norteamericana se ha recuperado. Sin embargo, sigue habiendo gente con dificultades.
Uno de los fenómenos es el de los que viven en su furgoneta o caravana y van buscando trabajo. No reparan en la distancia ni en el sueldo, sino en sobrevivir. Esto, como ha ocurrido en otros momentos de la historia, ha generado una mentalidad y costumbres nuevas, una comunidad incluso. Es lo que se llama “Nomadland”, como lo ha bautizado Jessica Bruder en “País nómada” (Capitán Swing). El impacto ha sido tal que Choé Zao rodó una película basada en él que fue galardonada en el Festival de Venecia y ahora ha triunfado en los Oscar. Bruder cuenta la historia de los supervivientes, de aquellos a los que la vida les dio la espalda con la crisis de 2007 y tuvieron que empezar de cero. Son personas de clase media, con estudios muchos de ellos. La Gran Recesión se los llevó por delante.
De las tres patas de la riqueza particular, incluso para jubilación, solo quedó la de la seguridad social. El ahorro y lo planes de pensiones habían caído. El resultado es que la seguridad social es la fuente de ingresos para los mayores de 65 años en Estados Unidos. Entre esta gente no solo hay jubilados, sino personas de mediana edad. Desempeñaron una profesión hasta que la innovación tecnológica y la competencia les dejó fuera de juego. Sin empleo, y con ahorros volatilizados, tuvieron que decidir seguir pagando un alquiler o lanzarse a vivir sobre cuatro ruedas. Eso hicieron. Son emprendedores de la supervivencia. Nómadas.
VIVIR Y MORIR EN LA CARRETERA
Existen dos Estados Unidos. Uno estático y otro móvil. El de las ciudades y los pueblos y el de las miles de personas que se mueven a lo largo del país buscando trabajo o nuevas oportunidades, que es justo lo que reflejan docenas de películas. Todo un parque automovilístico y humano que no cesa de moverse de la costa atlántica a la del pacífico. Esto es lo que nos cuenta justamente Jessica Bruder, que ha vivido dicho fenómeno. Son personas que acuden donde se les necesita y que se encargan de trabajos que nadie quiere hacer. Son temporeros y toda una masa de mano de obra dispuesta a aceptar un empleo en el campo, en una fábrica o en una tienda. No son “homeless”, aunque algunos los tildan de esa manera en Estados Unidos. Ellos se defienden afirmando que su vehículo es su hogar, que la caravana es su domicilio y que prefieren el nombre de “personas sin vivienda fija”. Bonito eufemismo. Descansan donde pueden y encuentran. Sobre todo, en esos parkings habilitados para personas como ellos (Amazon, de hecho, les ha reservado uno). La autora no ha escrito un ensayo político, sino un reportaje de cómo viven estos nómadas del siglo XXI, y es a lo que se limita. Con una prosa amena, aborda esta coyuntura social que es evidente en Estados Unidos, aunque en España también existe mucha gente que vive en un camping. Ella no se refiere a la norteamérica de Donald Trump. Sería injusto. Solo explica la forma que hoy en día ha tomado el problema de la gente que se queda fuera del sistema desde la gran recesión de 2007. Bruder lo conoce bien, porque no en vano convivió con ellos durante tres años. Sus experiencias las ha volcado de manera honesta, pero tampoco inocente.
J. Ors