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Tengo la fantasía de que Internet salta por los aires

El autor de «Los europeos» alerta de que «ya no se puede ser desafiante, ni provocativo», y que los jóvenes no leen; ni siquiera su propia hija, licenciada en Historia por la Universidad de Oxford
Cristina BejaranoLa Razón

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Orlando Figes (Londres, 1959) suele leer dos o tres libros al mismo tiempo. Cuando solo dispone de unos minutos, el autor de «Los europeos» (Taurus) echa mano del Kindle que lleva encima para salvar los ratos muertos de espera. A Madrid también ha traído «Patrimonio: una historia verdadera», de Philip Roth, un autor del que se declara rendido fan y sobre el que acaba de discutir con una amiga que lo considera «misógino». «La mayoría de mis lecturas son no ficción y tienen que ver con mi trabajo, pero reconozco que, si leo por placer, no hay nada mejor que perderse completamente en un solo libro», confiesa en la soleada galería de la SGAE en la que tiene lugar esta entrevista a pocas horas de recibir el Premio Antonio Delgado.
Figes, que está en España para participar en el Hay Festival, anda descorazonado por el rumbo de la cultura. Dice que ni siquiera su hija, graduada en Historia por la Universidad de Oxford, lee libros. Y que así no hay manera de que el pensamiento crítico gane la partida al pensamiento único que corre por las redes sociales.
–¿De qué manera está empobreciendo la tecnología la cultura?
–No me gusta nada. Tengo esa fantasía de que, de pronto, internet salta por los aires, ja, ja. Somos muchos los que pensamos así. Yo vivo en una zona rural de Italia llamada Umbría, a varios kilómetros de otro ser humano. Una de las cosas que me gustan es que tienes un control mucho mayor de tus interacciones en las redes sociales. Esto beneficia mi tendencia natural a la reclusión; necesito espacio y tiempo para pensar. Es un tema que me preocupa enormemente. Los estudiantes ya no leen libros, solo resúmenes, pequeñas píldoras. O lo que pone en Wikipedia. Es alarmante. Acabo de dejar de dar clases después de 36 años.
–¿Ya no le interesan las nuevas generaciones?
–Quiero hacer otras cosas, pero también ha contado en mi decisión ese declinar imparable de la lectura propiamente dicha, de la primera página a la última. Todo lo que tiene que ver con la educación universitaria hoy día, tan tiranizada por lo políticamente correcto, me hizo pensar que era el momento adecuado para retirarme.
–¿Hubo algo concreto que le abrió los ojos?
–Me di cuenta hace cinco años, cuando mi hija se graduó en Historia en Oxford. Le pregunté cuál había sido el libro que más le había marcado y me contestó que ya no leían libros, que no tenían tiempo. Ahora todo se da empaquetado. Y yo siempre pensé que mi rol era enseñar a los alumnos a formarse una opinión, a elaborar argumentos. Esto es imposible si no lees todo el ejemplar. Para eso, cerremos las Universidades y remitamos a los alumnos a Wikipedia.
–¿Quién tiene la culpa?
–Por un lado, la tecnología. También que ahora se accede muy fácilmente a una enorme oferta de entretenimiento. La gente solía decir que no leía por falta de tiempo, lo que se ha demostrado falso, claro. Además, ahora todo el mundo lee lo mismo, a los autores que están colocados a la entrada de las librerías. Quizá tengamos que asumir que el formato está anticuado.
–¿Cómo ha cambiado el ejercicio de la docencia?
–Si me pusiera ultra cínico diría que corremos el riesgo de dar a los estudiantes solo la información que necesitan para reforzar sus prejuicios en lugar de abrirles la mente, de retarles. La corrección política ha hecho mucho daño, movimientos como Woke son un peligro. Ya no estás autorizado a tener ciertas ideas, ni siquiera a ser provocativo o desafiante. Esto se extiende a un montón de áreas, como la apropiación cultural, pero ¡qué demonios! ¿Esto dónde para? ¿Es que no puedo escribir libros en ruso porque no soy ruso? Los estudios de Historia están en declive mientras que otros, como los de género o afroamericanos crecen. Me parece perfecto, pero es que las asignaturas se están guetificando, la interdisciplinariedad desaparece. Están herméticamente cerradas en el discurso de género, o de raza. Sueno como un reaccionario total, ja, ja.
–¿Dónde se sitúa en el espectro político?
–Yo diría que soy un liberal de centro-izquierda, pero ya no tenemos partido.
–Tras el Brexit, adoptó la nacionalidad alemana. ¿Se considera a sí mismo ex británico?
–Tengo doble nacionalidad, aunque cada día me siento menos inclinado a pasar tiempo en Reino Unido. El giro político tras el Brexit es muy deprimente. Estoy más feliz y relajado en Europa. Tengo la residencia italiana, me gustan los italianos. Están un poco locos, pero yo también.
–Casi más que los españoles.
–Sí, me gusta eso. Allí me siento como en casa.
–¿Se creen mejores los británicos?
–Me lo preguntan mucho y es cierto que los ingleses (no los escoceses) miran por encima del hombro, es como una tara post imperialista. Se trata de una sociedad muy dividida. La Intelligentsia se siente, básicamente, europea. Luego hay una clase popular, no universitaria, precaria, en paro, subvencionada, que lo ve de otra manera. Creen en mitos, en esas fantasías de que los británicos liberaron a Europa de los nazis. Nunca contemplaron la UE como una oportunidad.
– ¿Cómo son los más jóvenes?
–Creen que no necesitan hablar idiomas y no es verdad. Como si valiese con gritar bien alto al camarero cuando vienen a España de vacaciones. Insisto mucho sobre esto. Si solo hablas inglés, estarás en desventaja con los jóvenes europeos que dominan, al menos, dos idiomas. Recibo muchas consultas de chicos que quieren cursar estudios rusos y, cuando les pregunto qué tal hablan el idioma, ni lo han pensado. Es inconcebible.
–¿Qué le despertó a usted el interés por Rusia?
–Fue hace muchísimo tiempo. En realidad, estaba más interesado por la historia de la intelectualidad judía alemana, iba a ser el tema de mi Doctorado en Oxford. Mi supervisor, Norman Stone, escocés y bebedor irredento, me dijo que me olvidara. Que cuando me levantara con resaca, después de discutir con mi novia lo que menos me apetecería sería batallar con Hegel. Me recomendó algo empírico, como los campesinos rusos, ja, ja. Y eso es lo que hice, aprendí ruso, viajé al país...
–¿Cómo ve la Rusia de Putin?
–Sus intelectuales son de alto nivel, pero es verdad que ahora es un lugar bastante deprimente. Conservo buenos amigos, es gente leal. Desarrollaron ese instinto durante la era soviética, cuando era fundamental tejer buenas relaciones. El país está muy cambiado, el nacionalismo lo ha transformado. Incluso los historiadores dicen cada cosa que me llevo las manos a la cabeza. Putin les alienta a comportarse como «patriotas». La desinformación es enorme, es un sitio muy difícil para trabajar. Los archivos están abiertos, pero el proceso es muy laborioso, caro y frustrante.
–¿Va a acabar el nacionalismo con la idea de Europa o es que fuimos muy ingenuos?
–Eso parece, sí. Vivimos tiempos de miedo y de incertidumbre. Miedo al paro, a los inmigrantes, al cambio climático, a los virus... Nos inunda la ansiedad por todas partes, sobre todo entre los adolescentes. Esto mezclado con las redes sociales convierte la política en algo muy emocional y relacionado con el temor. Nada que ver con la razón, la lógica o la empatía. El nacionalismo es solo una de sus manifestaciones.
–Quizá la globalización no fuera la panacea, al fin y al cabo.
– La solución no puede pasar por levantar muros. La globalización, de alguna manera, ha sido la creadora de la pandemia. Y del paro, de la precarización del trabajo... Pero la respuesta no puede ser Trump, el proteccionismo, sino un mayor internacionalismo. Lo vemos con el Covid-19: en Reino Unido hablan de vacunarse cada seis meses mientras que en África casi nadie está inmunizado. ¿Y qué vas a hacer, entonces? ¿Impedir que venga gente de allí? Imposible, porque la crisis climática los empuja hacia aquí.
–Esa cita de Edmund Burke de que ningún europeo puede sentirse verdaderamente exiliado mientras viva en el continente, ¿sigue vigente?
–Eso espero. George Steiner escribió hace 40 años un pequeño libro en el que decía que la esencia europea residía en sus cafés, un lugar al que acudir a charlar, a leer los periódicos, a discutir sobre la actualidad... ¿Y ahora, dónde reside? ¿En los Starbucks? Esa idea de Steiner ya no existe porque los cafés ahora son una marca internacional, huelen igual en cualquier ciudad del mundo y no hay Prensa. Todo el mundo está mirando el teléfono. Eso no es Europa ya, entonces, ¿qué es?
–Es una buena pregunta.
–Una novelista inglesa escribió un artículo en la edición dominical del periódico «The Times» hace 20 años en el que decía que el Interrail encarnaba la esencia de la Unión Europea. Yo lo hice con 18 años, tomé seis meses libres entre el colegio y la Universidad y viajé por todas partes. Antes de la pandemia, el equivalente era lo que han bautizado como «city break». Pero no es lo mismo. Es algo horrible. Quizá solo el 10% por ciento de los que viajan a Amsterdam visitan el Rijksmuseum, o el museo de Van Gogh; la mayoría va al distrito rojo y a fumar marihuana. Están destrozando las ciudades.
–Entonces, ¿dónde debemos mirarnos los europeos?
–Estoy de acuerdo con Emmanuel Macron cuando, hace dos años en «The Economist», dijo que la UE necesita un Ejército común. Antes yo no pensaba así. Es que si Europa significa algo es el conjunto de ideas de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. La constitución de Parlamentos, la defensa de las minorías, de los derechos humanos... No puede ser simplemente un mercado para Google o Amazon, ni un destino turístico para viajeros asiáticos o americanos que alucinen con la antigüedad de los edificios o le saquen una foto a la Mona Lisa. Tiene que ser algo más, un conjunto de ideas, de valores y de principios. La propiedad intelectual tiene que ser protegida. Europa siempre fue líder en ideas y creatividad. Hay que confiar en eso. No podemos tirarlo a la basura con supuestos grotescos como que la Ilustración fue racista. Hay que defenderlo.