300 años de diccionario de la RAE: las palabras que han evolucionado con España
En 1726 se publicó el primer volumen, correspondiente a la letra A y B del Diccionario de Autoridades.
El diccionario no es únicamente una compilación justa o adecuada de un conjunto de definiciones; «el libro –como aclara la Real Academia Española– en el que se recogen y explican de forma ordenada voces de una o más lenguas, de una ciencia o de una materia determinada». Las palabras siempre han sido un testimonio revelador de las sucesivas y tempestuosas épocas del hombre; de las pasiones, enloquecimientos, quimeras, fracasos, triunfos, utopías, revoluciones, conquistas, descubrimientos, rebeldías, doctrinas, religiones y aventuras que han conducido, o que todavía rigen, nuestro destino. Cada voz es un sustrato donde palpita el pulso de eso que venimos a llamar Historia.
Por eso, los diccionarios son, con sus inclusiones y también con sus exclusiones de términos, un registro excepcional de las distintas inquietudes y mentalidades que han gobernado los siglos. Y la colección completa de estas obras –en el caso de España, desde 1726, fecha en la que se publicó el primer volumen, correspondiente a las letras A y B de del Diccionario de Autoridades, hasta hoy–, forma un recorrido por los diferentes sentimientos y prejuicios que han dominado nuestro espíritu y por los avances que la humanidad ha conseguido durante este tiempo.
Un rinoceronte en Madrid
Todavía sobreviven en estos volúmenes viejos lemas, como, por ejemplo, «abada», que significa rinoceronte y que remite a un episodio del reinado de Felipe II, cuando los madrileños pudieron contemplar por primera vez a esta fabulosa bestia en una calle de su ciudad; o «coleto», «vestidura hecha de piel, por lo común de ante, con mangas o sin ellas, que cubre el cuerpo, ciñéndolo hasta la cintura», que alude a las armas del ejército español del siglo XVI y XVII, cuando los tercios dominaban los campos de Europa y América. Pero quedan otras.
Con la advertencia de adjetivo despectivo puede encontrarse «marrano», que «se decía del converso que judaizaba ocultamente» y que recuerda a una España intransigente, obsesionada por la religión y que aún juzgaba a sus súbditos por el origen de la sangre. Pero también pueden buscarse «consejo de la Inquisición», el «antiguo tribunal supremo en las causas sobre delitos contra la fe y asuntos conexos», que tanto aliento dio a nuestra Leyenda Negra; «ilustración», que en 1853 deja únicamente de referirse al «acto y efecto de ilustrar» para completarse con dos interesantes acepciones: «alto grado de civilización, en una sociedad, en una nación, etc.» y «conjunto de altos conocimientos que se suponen en una persona muy civilizada e instruida»; «quinqué», que entra en 1846 definido como «velón que tiene el aceite en el cerco hueco que lo rodea, o en un receptáculo que lo despide por varios media, a proporción que se consume»; «locomotora», término que denota la llegada de una nueva edad del transporte y que irrumpe en el diccionario en 1852, aunque, en realidad, no es hasta 1869 cuando se describe como «la máquina o aparato que, por contener en su interior la fuerza motriz, recorre un espacio determinado por la duración de esta fuerza. Así, se llaman generalmente “locomotoras” las máquinas de vapor que arrastran los trenes en los ferrocarriles, ensayadas también en las vías ordinarias».
El paso de las centurias, con sus éxitos en todos los campos, dejará su impronta en el DRAE. Ahí están «bacilo» o «bacteria», que se registran en 1853 y que corroboran la revolución que se está llevando a cabo en la medicina; «electrón», que se acepta en 1914 y llama la atención sobre los descubrimientos científicos, o «tanque», que en 1846 únicamente es «estanque o charca» y que en 1925, tras la Primera Guerra Mundial y los devastadores estragos de las contiendas modernas, también es definido como «automóvil de guerra blindado y artillado que, moviéndose sobre una llanta flexible o cadena giratoria, puede andar por terrenos muy escabrosos».
A través de este corpus de palabras puede repasarse la evolución de la sociedad, el impacto que han tenido las ciencias, las ideas políticas («anarquía» está en el DRAE desde 1770, pero «anarquismo» aparece en 1853; «socialismo» se introduce en 1852; «comunismo», en 1853; «nacionalismo», en 1869, y «marxismo», en 1936) o el nacimiento de nuevas clases sociales («empresario» se decide incluir en el suplemento de 1837; «burgués», en el diccionario de 1884, y «proletariado», en el de 1914).
El pasado viernes, la Real Academia Española cumplía trescientos años desde su fundación (la real cédula que fundaba la institución es del 3 de octubre de 1714), y su director, José Manuel Blecua, comentaba algunos de los factores que más han repercutido en la evolución del diccionario: «Sin duda, la modernización del vocabulario científico siempre ha influido, como el procedente de la zoología y la botánica. También, en su momento, los léxicos procedentes de la mecánica, la electricidad o el gas, que fueron muy relevantes. Según un estudio, las palabras más frecuentes provienen del Derecho, que es lo que regula una nación, la Medicina y la navegación, porque antes éramos un imperio. La técnica se incorpora a partir de la navegación ».
El diccionario fue la principal preocupación de los miembros fundadores de la Academia desde el comienzo. A esta empresa dirigen todos sus esfuerzos con la determinada intención de suplir, en el menor tiempo posible, esta carencia que padece el español. Como referencias tenían a otras naciones (Francia, Portugal o Italia). Pero España todavía no disfrutaba de una obra semejante. «Hazaña, proeza, milagro. Éstas y otras palabras análogas resumen la valoración que los estudiosos han hecho y siguen haciendo de lo que la construcción del “Diccionario de la lengua castellana” supuso. Que, partiendo de cero, es decir, sin materiales teóricos o documentales de base, personas que no eran lexicógrafos –por supuesto, tampoco existía la lexicografía, en la que hubieran podido formarse– hayan logrado en relativamente poco tiempo el que sin duda fue el mejor de los diccionarios monolingües de su tiempo y el primer diccionario moderno, es todo eso: hazaña, proeza, milagro y muchas cosas más», comenta Víctor García de la Concha en «La Real Academia Española. Vida e historia» (Espasa). Pocos años después de nacer la RAE se publicó el Diccionario de Autoridades, que terminó de publicarse en 1739. Esta obra era «cara y poco manejable», explica Blecua. El siguiente paso, por tanto, fue encargar a seis académicos el «Diccionario chico», editado en 1780. «Se quitaron las citas y se arregló el diccionario –afirma Blecua–. No es un resumen del anterior. Es en parte tradicional y en parte nuevo, y es la base del que conocemos hoy. Tuvo un gran éxito, porque era más barato y empezó a reeditarse sin apenas modificaciones hasta 1803, que supone el primer gran cambio. La segunda modificación importante se hace en 1869, que es cuando se adopta la estructura actual. Éste, junto al de 1884 y 1899, forman los tres grandes diccionarios del siglo XX al incorporar los elementos científicos y técnicos. En 1869, además, estas obras dejaron de ser bilingües: antes todas las voces tenían la traducción latina. Otro diccionario fundamental es el que se edita en 1925, que es cuando se llama por primera vez “Diccionario de la Lengua Española”. El nombre lo cambió el equipo de Menéndez Pidal». A través de toda su existencia, la RAE ha conocido la monarquía, la república y la democracia. «Jamás hemos tenido presiones políticas –dice Blecua–, pero tampoco se habría cedido». Y comenta: «El franquismo fue muy duro, porque se intentó quebrantar la estructura libre y autónoma de la RAE y querían que se cubrieran las plazas vacantes de los académicos que estaban en el exilio, como Madariaga. Pero la Academia jamás cubrió esas plazas hasta que ellos murieron o volvieron del exilio».