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México

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En «La madrastra», de Roberto Gavaldón en 1974
En «La madrastra», de Roberto Gavaldón en 1974larazon

Entrevisté a la madre (María Fernanda Ladrón de Guevara, una eximia) poco antes de que muriera, y ahora me toca despedir a la hija, Amparo Rivelles, otra eximia. Hacía tiempo que no la veía. La llamé para tratar de convencerla de que rompiera su silencio de diva escondida en su recoleto piso de la calle Flor Baja, rodeada de fotos viejas, premios, libros y ceniceros de plata, para mi sección de los sábados, pero no logré convencerla; su voz era débil, quebradiza; me dijo que estaba enferma, que no tenía ganas de nada, ni de salir ni de hablar, y que la llamara más delante, a ver si se encontraba mejor de la rodilla izquierda y podíamos incluso comer juntos, como tantas otras veces.

La vi por última vez en escena en «Los árboles mueren de pie». No creo que haya muerto de pie, pero Amparo era muy capaz. Cosas que sobre ella me vienen de golpe a la cabeza, esas que perduran en la memoria aunque quizá de forma desordenada, como una película sin montar: su gran sentido del humor, muy inglés, muy de dama fina, intelectual y vivida, a la hora del té con pastas; su valentía, porque esta actriz fue madre soltera en los 50, cuando eso sólo se daba (y como imagen del pecado nefando, de lo que nunca una mujer española y decente podía hacer) en los seriales radiofónicos, con la voz quebrada de la infame que confesaba entre sollozos, o en las telenovelas de más de 300 capítulos que ella, nuestra Amparo, interpretó en México; su elegancia en todo cuanto hacía y decía; su serenidad, su amabilidad, su encanto para saltar por encima de los charcos propios y ajenos y dejar flotar en el aire los secretos y misterios en aquella casa de los espíritus por la que ella se paseaba siempre de largo y de oscuro hablando con los muertos.

Su sentido de la libertad: siempre fue independiente, no dependió de ningún hombre, vivió de su dinero y puedo jurar que fue moderna cuando aquí no se sabía muy bien qué era eso; todo sonaba a verdad en ella, incluso cuando me decía que no se veía guapa y se extrañaba de que gustara tanto a los hombres. No sé qué me ven, decía sonriendo. A mí me regaló muchos silencios, y quizá por eso me consideraba amigo. Me dijo una vez que se iría cuando el público se cansará de ella. Creo que ella se cansó antes que el público.