Al-Ándalus, el «paraíso perdido»
Tras visitar el Califato Omeya a mediados del siglo X, el famoso geógrafo Ibn Hawqal elogió su esplendor cultural y atribuyó a Córdoba la mitad de extensión que Bagdad, lo cual la convertía en la ciudad más importante de Europa después de Constantinopla. Sabemos que el registro de la biblioteca de al-Hakam II estaba formado por 44 cuadernos, lo que sugiere que ésta contaba con una colección de entre veinte mil y cuarenta mil volúmenes.
A instancias de los ulemas malikíes, Almanzor ordenó quemar buena parte de esta biblioteca que, más tarde, fue saqueada por almorávides y almohades. Tras la guerra civil que supuso el fin del califato, la ciudad había entrado en franca decadencia, lo cual facilitó la conquista castellana de 1236. A medida que avanzaba el proceso de reconquista, los sucesivos geógrafos y cronistas árabes, hablando de oídas, añadieron toda clase de hipérboles a sus relatos sobre el pasado. Una descripción anónima de Córdoba del siglo XV atribuye a esta ciudad un tamaño de 45 por diez kilómetros, una extensión mayor que la de la actual Los Ángeles. Cuando el argelino al-Maqqari escribe a principios del siglo XVIII, la Córdoba califal contaba ya con un millón de almas, 13.870 mezquitas, 3.911 baños, un sistema de alumbrado público y una biblioteca formada por cuatrocientos mil volúmenes. En la actualidad, estos datos son aceptados de forma acrítica por la mayor parte de intelectuales del mundo musulmán, sin tener en cuenta las evidencias arqueológicas.
Arrastrados por esta visión idealizada, los literatos árabes no hicieron más que engrandecer las maravillas de Al-Andalus. En el siglo XII, Ibn Jafaya fue el primero en considerarla «un paraíso», lo cual se convirtió en un topos literario. En 1892, el egipcio Ahmad Zaki de nuevo habla de este «paraíso perdido» que, para los árabes de su época que visitaban España, simbolizaba la decadencia del mundo islámico. En su obra «Viaje por Al-Ándalus», publicada en 1963 y cuyo subtítulo es «noticia del paraíso prometido», los siete siglos transcurridos desde la conquista castellana de Córdoba no impiden que el historiador egipcio Husain Munis crea que «nosotros la visitamos como el emigrante que vuelve a su patria y a su país. Puede que todo haya cambiado, pero [para un árabe] sigue siendo su patria, su país, su lugar de añoranza».
Los conflictos del periodo colonial despojaron a esta visión nostálgica de su carácter ingenuo, en la medida en que el panarabismo la convirtió en una metáfora de la opresión occidental. Tras la creación del Estado de Israel (1948), Palestina será vista como un «segundo al-Andalus» y, décadas después, Osama Bin Laden declaró que estas pérdidas eran «las dos grandes tragedias del mundo musulmán». Abu Bakr al-Baghdadi y los ideólogos del Estado Islámico no han abandonado esta fijación; el islam más fanático se ha empapado del mito y reclama un paraíso perdido imaginario que, en gran medida, nosotros hemos contribuido a crear.