Festival de Venecia
Aronofsky en la casa de los horrores
La cinta, recibida con una clara división de opiniones, resulta en sus excesos un soplo de aire fresco entre tanta corrección política.
La cinta, recibida con una clara división de opiniones, resulta en sus excesos un soplo de aire fresco entre tanta corrección política.
Ayer se escucharon los abucheos más sonoros en lo que llevamos de certamen. Antes ha habido títulos que se lo han merecido, y con creces («Human Flow», del chino Ai Weiwei y «The Leisure Seeker», de Paolo Virzì, sin ir más lejos), pero a Darren Aronofsky se lo espera con las uñas afiladas. No es casual que le pasara lo mismo con «La fuente de la vida», porque «mother!» tiene algo de su fervor místico, aunque, en esta ocasión, en forma de cinta de terror. Hay que aplaudir al director artístico de la Mostra, Alberto Barbera, por programarla a competición, porque sus excesos son un soplo de aire fresco entre tanta corrección política. ¿Acaso no hay que aplaudir a una película que no tiene sentido del ridículo, que se lanza sin paracaídas a abofetear al público? Para este cronista ha sido una de las experiencias más estimulantes de este festival, aunque es improbable que Aronofsky gane su segundo León de Oro (el primero fue para «El luchador»).
Lo más sorprendente es lo poco que tardó el director de «Pi» en dar una lectura de su película, como para sofocar cualquier otra que no encajara en sus esquemas o levantara polvaredas incómodas. «Para escribir “Noé” tardé veinte años, diez para “Cisne negro”. En cambió, “mother!” la vomité en cinco días», explicó. «Es una película enfadada, que nace de la rabia que siento por lo que estamos haciendo con nuestro planeta, que es nuestra única casa y la estamos destruyendo». El filme, pues, es una alegoría en la que, dice Aronofsky, Ella (Jennifer Lawrence, su actual pareja), ama de casa, representa a la Madre Naturaleza, Él (Javier Bardem), escritor bloqueado, al ser humano, y la mansión en la que viven en medio del campo, cálida y acogedora, es el mundo. A ese paraíso perdido empiezan a llegar extraños: primero, un matrimonio fisgón (Ed Harris y una excelente, tenebrosa Michelle Pfeiffer); luego, sus hijos; y, más tarde, después de un incidente que más vale no revelar, un montón de gente que profana este santuario que empieza a degradarse a medida que se siente invadido.
La lectura en clave ecológica de Aronofsky es singular, aunque no es la más evidente. Si sus películas siempre tienden a ser el relato subjetivo de una paranoia, podríamos concluir que todo lo que ocurre en esta casa de los horrores es fruto de la mente del personaje de Lawrence, tanto como lo era para Natalie Portman en «Cisne negro». Si aquella era una versión de «Repulsión», con la inseguridad sexual de su heroína plasmada en una neurosis esquizofrénica, bipolar, esta es una versión de «La semilla del diablo», con la maternidad y sus tinieblas conquistando el terreno de los thrillers de invasión doméstica, tan en boga en el último cine de terror norteamericano («No respires», «Llega de noche»). Si nos ponemos literales, la película parece una reflexión sobre la complejidad del mundo de la pareja y el lugar que ocupa el proceso de creación en él, hasta el punto de que podríamos especular con que ese autor hambriento de admiración, narcisista enfermizo que necesita vampirizar la energía de los que le aman e invocar a los que le adoran para seguir escribiendo es, sí, Aronofsky. Así las cosas, tanto si es la versión, entre polanskiana y «grindhouse», de «Secretos de un matrimonio», como si trabaja sobre la confesión autoconsciente de «Fellini 8 1/2» en clave de cine de horror verbenero, «mother!» resulta de lo más sorprendente.
Manicomio campestre
Cierto es que la interpretación que ofrece Aronofsky de su propia película tiene pinta de justificación in extremis para los que creen que al cine de género aún le falta pedigrí para concursar en un festival. Y sin embargo, lo bueno que tiene el filme, al margen de su mutante dimensión polisémica, es el dominio que posee el director de «Réquiem por un sueño» de la puesta en escena, organizada con el único objetivo de encerrar al espectador en su particular manicomio campestre. Desde la agresividad del diseño de sonido, que convierte a la casa en un personaje más, hasta el carnaval de las almas perdidas del clímax final, tan desmesurado en su búsqueda de imágenes de impacto como eficaz en su ejecución, no hay nada en «mother!» que deje indiferente. Por encima de su agenda política, la película es una montaña rusa de emociones intensas, una antipática visita guiada al pasaje del terror, una fábula siniestra y salvaje filmada por un adicto al Apocalipsis.
En esta Mostra, hasta el más luminoso de los cineastas parece haberse contagiado de la oscuridad del mundo. Es lo que le ha ocurrido al japonés Hirokazu Kore-eda con «The Third Murder»: quien se haya acostumbrado a sus amables variaciones sobre el cine de Ozu se encontrará con su película más nihilista desde «Nadie sabe». Empieza con un crimen brutal, con hoguera hecha del cadáver caído. No se trata, pues, de averiguar quién ha cometido el asesinato sino por qué, sobre todo porque el presunto culpable cambia de versión de los hechos cada vez que alguien le interroga. La película se despliega con lentitud, premiosa, hasta el punto de que Kore-eda se arriesga a perder por el camino al espectador, que puede llegar a pensar que está asistiendo al largo preámbulo de un thriller judicial a la antigua usanza, y que la espera no valdrá la pena. Cuando topa con su centro de gravedad –los sucesivos encuentros en prisión entre el criminal y su abogado, teñidos de una melancolía y un reconocimiento perturbadores– Kore-eda articula un profundo discurso sobre la naturaleza de la verdad y sus consecuencias morales. En un mundo corrupto, en el que los valores tradicionales han perdido su sentido, en el que la familia se reduce a un montón de esqueletos en el armario, quizá mentir signifique el acto más puro de amor, el más valiente sacrificio. El director de «Still Walking» nunca juzga a sus personajes, por mucho que sus delitos sean innombrables. Es su compasión la que deja un poso imborrable.
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