La factoría de Damien Hirst
El artista británico, una máquina de fabricar dinero, extiende sus tentáculos y anuncia la apertura en 2015 de un impresionante complejo artístico donde enseñará su colección. Además, acaba de prohibir la venta de una de sus obras, «bombay mix»
El artista británico, una máquina de fabricar dinero, extiende sus tentáculos y anuncia la apertura en 2015 de un impresionante complejo artístico donde enseñará su colección.
Damien Hirst no parece creer mucho en Montesquieu y en la división de poderes. Durante las últimas décadas, el mundo del arte ha estado configurado como una red multipolarizada en la que artistas, coleccionistas, comisarios, críticos, galeristas y conservadores se reparten equitativamente su trozo del pastel, con independencia de que, según la temporada, un sector parezca pesar más que los otros. Hirst no ceja en su intento de dinamitar este «statu quo» mediante provocadoras decisiones. En 2008, por ejemplo, decidió saltarse el sistema de galerías y marchantes, y vender directamente un lote de 220 nuevas obras a través de la casa de subastas Sotheby's. Por si no resultara suficiente, la próxima primavera de 2015 es la fecha finalmente prevista para la apertura de la Newport Street Gallery –un espacio artístico concebido para alojar las más de dos mil piezas que conforman su colección particular, que se extenderá a lo largo de la calle Lambeth y que finalmente ha retrasado su apertura, que iba a tener luagr este año–. ¿Un mero ejercicio de ostentación y poder del considerado como artista más rico y poderoso del mundo? ¿O una manera contundente de demostrar que, en el caso de Hirst, los roles únicos y tradicionales no sirven, y que en la ruta trazada por su ambición voraz se encuentra la voluntad de funcionar al mismo tiempo como vendedor y comprador de arte, como comisario y conservador...? Hirst constituye en sí mismo un sistema del arte con todos sus eslabones y pluralidades concentrados en una sola persona. Y, evidentemente, este ejercicio absolutista y autosuficiente del poder levanta críticas encarnizadas que el artista, lejos de achicarse, recibe con inmoderado placer.
La única asignatura que no se enseña en las facultades de Bellas Artes es justamente aquella que serviría de algo a las nuevas generaciones de artistas: «Mercado y autopromoción». Y es en esta rama todavía no reglamentada de la formación artística donde Damien Hirst se confirma como un caso de éxito implacable y, en ocasiones, obsceno. De hecho, desde su rutilante aparición en la estela del publicista y coleccionista Charles Saatchi, el «caso Hirst» se comprende solamente en términos de una genial operación de mercadotecnia, que, en continua escalada, no deja de computar récords y titulares de periódicos.
Así, en 2004, la venta de su famoso tiburón en formol –perversamente titulado «The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living»– por 10 millones de dólares lo convirtió en el segundo artista vivo más caro, sólo por detrás de Jasper Johns. Tres años más tarde, en 2007, el británico se encaramó con holgura a la primera posición al vender una calavera de platino incrustada de diamantes y titulada «For the Love of God» («Por amor de Dios», título directamente tomado de una exclamación de su madre), por 74 millones de euros, pagados por un grupo inversionista desconocido. Lo curioso de esta operación es que nos desveló la que, quizá, constituye la faceta más genuina e interesante de Hirst: la de bróker. El motivo es que, con posterioridad a la cristalización de esta venta, fue conocido que, entre los participantes en este anónimo grupo inversor, se encontraba el propio Hirst, su mánager y uno de sus galeristas, quienes forzaron un repunte del precio final de la obra, a fin de que la cotización del artista inglés no conociera una sola depresión.
Con todo ello, y pese a este férreo control de las entrañas del mercado, el relato de éxitos de Hirst ha conocido, durante los últimos años, algún que otro revés y cuestionamiento. No en vano, después de que, en 2008, Hirst lograra recaudar casi 200 millones de dólares durante la subasta de 220 de sus piezas en Sotheby's, la rentabilidad de su «bono» cayó hasta en un 93 por ciento, de suerte que la cifra total de venta por subastas en 2010 disminuyera hasta los 19 millones de euros. Fue entonces cuando Sotheby's comenzó a plantearse si, de cara al coleccionista, Hirst se había convertido en una inversión arriesgada y, en última instancia, hipertrofiada por diferentes operaciones de marketing.
- Arte para los medios
¿Es el «caso Hirst» un caso excepcional y sin parangón en la historia reciente del arte, o, por el contrario, la suya es la experiencia más visible de una tendencia que cada vez gana más terreno dentro de este sector? Evidentemente, Hirst no está solo. Es más, el contexto en el que nace –la generación englobada bajo la etiqueta del Young British Art– no deja de ser un diseño de laboratorio ideado para rescatar al famélico mercado del arte inglés de la inminente muerte en la que se encontraba a fines de los 80. Autores como Sarah Lucas, Jenny Saville o Tracy Emin constituyen paradigmas inmejorables de un tipo de «artista para los medios», en el que la obra en sí es vaciada de cualquier resquicio de romanticismo o carácter «underground», para convertirse en un producto «mainstream» que se aprovecha de la amplia y tupida red de comunicación preexistente. Hirst, en este sentido, va un paso más allá de Andy Warhol: si, para el líder de la generación pop, el arte, aunque se camuflara con el glamour y la «popularidad» de la sociedad de consumo, continuaba conservando su estatus diferenciado e insobornable, en el caso de Hirst y, por supuesto, de Jeff Koons (de total actualidad con la inauguración de su primera gran retrospectiva en pleno centro de Nueva York, en el Whitney), la idea no es mantener viva la línea que separa lo artístico de lo no-artístico. Ante el estupor y la indignación de quienes se preguntan si lo que hacen estos dos «caraduras» es arte o sencillamente negocio, la respuesta diluye esta clásica y rancia dicotomía: en realidad, sus obras son productos de consumo perfectos, seductores, infalibles, que circunstancialmente surgen desde el mundo del arte pero que, con igual garantía de éxito, podrían haber adquirido protagonismo desde otro sector. No hay más: sólo productos de éxito, sean artísticos o no. Eso no importa.
«Bombay Mix», una obra en la pared
Pintó la obra, «Bombay Mix», en 1988 en una casa en Fulham (Londres), un regalo de los propietarios del domicilio a su hijo. Es de esa serie que se carecteriza por un universo de puntos de colores. Damiel Hirst vendió la residencia años después y la nueva propietaria decidió levantar el papel y enmarcarlo como quien no quiere la cosa para vender la obra, pero no puede porque la compañía que representa a Hirst, Science Limited, dice que carece del certificado firmado que avale su autoría. «Tener una superficie de pared pintada sin el correspondiente certificado no proporciona derechos sobre la pieza», podía leerse en un comunicado emitido por la empresa (no es broma). No obstante, Hirst sigue vendiendo como rosquillas, aunque sea en la reciente subasta liderada en París por Leonardo DiCaprio. Su obra, que fue adquirida por 4,5 millones de euros, fue la má cara vendida en la sesión.