Augusto: el emperador que cambió la historia de Roma
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La estatua de Augusto encontrada en 1863 en Prima Porta está en los Museos Vaticanos.
Lugar de excepción en la lista de los siete grandes que dominaron el mundo está la persona que no solo se reinventó a sí mismo varias veces sino que reinventó a la propia Roma, que transformó para siempre como el gran imperio que marcó la historia antigua y la posteridad indeleblemente. Augusto quizá fuera el más hábil y poderoso líder político de todos los tiempos, y ya no solo de la antigüedad, pues fue capaz de hacer perdurar su nombre, su imperio y su modelo de una forma aun hoy impresionante. Ante todo hay que recordar brevemente su peripecia histórica y la indeleble huella que sus reformas dejaron en la historia del mundo antiguo. Augusto puso fin a unos años terribles de conflicto civil que asolaron el final de la República Romana, un sistema político que agonizaba desde el afianzamiento del carisma personal de los grandes generales, primero Mario y Sila, luego César y Pompeyo y, finalmente, tras barrer a Marco Antonio del mapa, dejaría a nuestro Gayo Octavio, luego Octaviano, «hijo del divinizado», luego a Augusto, como su único superviviente.
Nacido Gayo Octavio, con el cognomen Turino, en 63 a.C. en la familia de rango ecuestre de los Octavios, tras el asesinato de su tío-abuelo materno Julio César, en el 44 a.C., será nombrado su hijo adoptivo y heredero político con el nombre de Gaius Julius Caesar Diui Filius («hijo del divinizado»), rehusando incluso usar el cognomen Octavianus, que le habría correspondido por su auténtico padre, un hecho sin precedentes que subrayaba la idea de un padre divino y su primera gran metamorfosis (aunque será llamado por los historiadores antiguos Octaviano, para diferenciarlo de su tío). Formó el Segundo Triunvirato con Marco Antonio y Lépido para vengar el asesinato de César en la célebre batalla de Filipos (42 a.C.) y gobernó con ellos para repartirse cruelmente el poder en Roma. Tras neutralizar a Lépido, quedó como gran rival suyo Antonio, casado con su hermana pero refugiado en el Egipto de la última reina helenística, la famosa Cleopatra VII. Tras la brillante victoria de Augusto en la batalla de Actium, auspiciada por su general de cabecera, Agripa, en 31 a.C., le quedó expedito el camino para el gobierno unipersonal. Tal fue su gran revolución, como todas las más importantes de la historia, silenciosa y bajo la apariencia de que nada cambiaba.
En efecto, a la par que las metamorfosis de su propia persona, las transformaciones de la República romana, regida oligárquicamente por el Senado sobre la base del pueblo organizado en comicios, y a través de las magistraturas que emanaban del sistema, en un sistema de gobierno unipersonal del «princeps» o primer ciudadano fueron un cambio asombrosamente orquestado por Augusto. Siempre bajo la apariencia de la restauración de los viejos tiempos (la «aura aetas» que cantaron sus propagandistas en el círculo artístico de su amigo Mecenas), logró afianzar su poder mediante reformas moralistas y tradicionalistas en lo religioso y lo social, tanto como en lo político y militar. Así, el «hijo del divinizado» se metamorfoseó de nuevo en 27 a.C. al ser nombrado Augusto («Venerable», que sería traducido como Sebastós en la parte grecohablante de su imperio bilingüe) y erigir en torno a sí un poder autocrático implacable, recopilando potestades vitalicias que le iba otorgando el Senado, como la tribunicia potestas y el imperium proconsulare maius et infinitum. Siguió al gobierno de este princeps una prolongada era de paz, la Pax Augustea, que aprovechó para ampliar y consolidar el poder de Roma. A su muerte en 14 había transformado para siempre el marco constitucional romano que, siempre bajo la apariencia republicana, sería a partir de entonces un sistema monárquico imperial. Augusto fue un genio global, llego a dominar el mundo en su tiempo y, lo que es más importante, lo cambió para siempre.
En tiempos de Augusto, la literatura latina alcanzó su culminación en la edad clásica representada por autores como Virgilio, Ovidio, Horacio, Propercio, etc., y a menudo sirvió para ensalzar las obras del princeps. Se fundó una literatura «nacional» romana que muy pronto se podrá medir sin complejos de inferioridad con los modelos literarios griegos: por ejemplo, la «Eneida» entroncaba su reinado con los tiempos míticos y épicos griegos, del Olimpo a Troya . Siguiendo la propaganda augústea, Livio engarzó la historia mítica de Roma con los anales de la historiografía, mientras que otras artes también alcanzaban cotas altísimas. Las asombrosas aportaciones en todos los órdenes de la actividad humana alcanzadas en su tiempo son parangón de sus logros políticos. Todo el conjunto configura una especie de fresco histórico de la conjunción lograda entre arte y política bajo el gobierno de este irrepetible emperador.
Livia, la esposa de Augusto: un poder en la sombra
Según una reiterada teoría, en el Ara Pacis de Roma destaca la silueta de Livia, esposa y confidente de Augusto, y una de las mujeres más poderosas de la historia antigua, como un símbolo de la influencia que tuvo en el programa político y propagandístico de su marido. Fuentes e historiadores le otorgan un supuesto protagonismo político en los gobiernos de su marido y de su hijo Tiberio, y aparece siendo consultada por el princeps sobre asuntos del Estado o intercambiando misivas con gobernantes extranjeros. Al casarse con ella, Augusto había emparentado con la nobilitas tradicional (la familia de los Claudios), elevando su alcurnia en un momento político complicado. En la historia antigua aparecerá como la consorte ideal del gran Augusto, un hecho cuestionable e indudablemente engrandecido por la propaganda, como se ve en la Historia Romana de Dion Casio. En todo caso, la cuestión del género y el poder en la casa imperial de Augusto es objeto de un vivo debate académico.