Balthus, en el taller de la polémica
El Museo Thyssen acogerá en febrero una gran retrospectiva sobre este controvertido artista. Visitamos su estudio, en Rossinière, donde su viuda, Setsuko, de origen japonés, nos explica cómo trabajaba el pintor.
El Museo Thyssen acogerá en febrero una gran retrospectiva sobre este controvertido artista. Visitamos su estudio, en Rossinière, donde su viuda, Setsuko, de origen japonés, nos explica cómo trabajaba el pintor.
Balthus, en realidad Balthasar Klossowski de Rola, irrumpió en los años treinta travestido de artista surrealista, uniformado con el chaleco amarillo del escándalo, cuando, en el fondo no era más que un polaco asentado en una burguesía artística, un católico que había conocido en las estancias de su domicilio a Pierre Bonnard, Jean Cocteau y Rainer Maria Rilke (que, se ve, moría de amores por su madre, Baladine). Se había forjado su estética pictórica, desgarrada de individualismo, copiando a los maestros del Louvre, sobre todo a Poussin (por recomendación, precisamente, de Bonnard), aunque más adelante terminó transitando por esa vanguardia transgresora que dio fama a Magritte y Dalí. Una corriente subversiva que dejó en él un poso de recursos y el trampantojo de un lenguaje plástico que lo convirtieron en un sutil maestro de la ambigüedad. La suma de esas influencias y de su personalidad estética, que es un sello irrenunciable, lo que anticipa a un creador, dio como resultado unas obras controvertidas, irreverentes, de esas que hacen a los caballeros desabotonarse la pechera y que provoca ahogos y sofocos a las señoritas dengues. «Lección de guitarra» (1934), de abierta temática lésbica, al igual que «Thérése» y «Thérése rê-vant», de 1938, donde retrató a la hija de unos vecinos, han hecho de su nombre una franquicia del escándalo.
En el hogar del maestro
El último ha venido, por supuesto, de Estados Unidos, cuando algún iluminado de la moral pidió que retirasen de las salas del Metropolitan Museum el último de estos óleos mencionados. Así tenemos el contraste entre un visitante irritado que firma reclamaciones y lo que decía Picasso quien llegó a reconocer al artista: «Eres el único de los pintores de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no». ¿Con qué opinión se quedan ustedes? ¿La de una anónima señora o la del hombre que pintó el «Guernica»?
El Museo Thyssen acogerá el próximo febrero la retrospectiva sobre este innovador que ahora exhibe la Fundación Beyeler de Basilea. Una oportunidad que ha hecho posible visitar el estudio de Balthus, en Rossinière, Suiza, que hoy en día custodia su viuda, Setsuko, una japonesa procedente de una familia de samuráis a la que él conoció durante una visita a su nación (auspiciada, por cierto, por Malraux). Ella es hoy la memoria viva de los recuerdos de Balthus; una anfitriona amable, que conserva los ritos ancestrales del país del sol naciente, pero en medio de este paisaje suizo de prados con vacas y montañas nevadas. Setsuko recibe a los visitantes en la puerta del Grand Chalet, vestida con la elegancia que dan los kimonos tradicionales. «Está tal como lo dejo –confiesa poco después, ya en el estudio–. Estuvo aquí hasta el último momento. Había estado hospitalizado, pero quería volver a casa, porque si no, comentó, es demasiado tarde para mí. Lo trajeron con oxígeno. Al llegar, exclamó: “¡Qué feliz estoy! ¡Tengo que ir al taller! Pusimos la calefacción porque era invierno. Había mucha gente a su alrededor, pero quiso quedarse a solas conmigo y nuestra hija. Estuvimos mirando uno de sus últimos cuadros. Ya no veía bien, pero apuntó que había que continuar con el trabajo. Volvimos a casa y nada más llegar, entró en coma». Setsuko y Balthus se trasladaron al Grand Chalet, la cabaña de madera más grande toda Suiza, un edificio de 1754 que durante siglos era un hotel que formaba parte del Grand Tour y que alejó a Victor Hugo, Goethe y Voltaire. Durante un viaje por la comarca, Balthus y ella se alojaron en sus estancias. Ya era una construcción deteriorada y mal cuidada, pero a ella le recordaba a los viejos templos del Japón imperial y decidieron adquirirla. En sus memorias, Balthus apunta: «Pudimos comprarla gracias a un cambalache con Pierre Matisse. Yo le daría varios de mis cuadros y él compraría la vieja casona para nosotros. Nos mudamos en 1977». En estos días Setsuko evoca sus días con su marido y cómo le preparaba los pigmentos, algo que recoge el documental reciente que ha rodado Wim Wenders sobre el artista y que se proyecta en la Capilla Balthus, en esta misma localidad, situada junto a su tumba. «¿Su forma de trabajar? Tenía una intensidad en la mirada muy fuerte. No se le podía molestar cuando pintaba. Una vez le llamó De Gaulle por teléfono y fui para avisarle, pero me fulminó con los ojos. Le había interrumpido el trabajo y me dejó inmovilizada solo con la mirada que me lanzó». Setsuko recuerda que «posaba los pinceles con una enorme delicadeza sobre el lienzo. Trabajaba en las obras sin descanso, todos los días. Para él pintar era como rezar. Siempre aprovechaba la luz del día. Y cuando se ocupaba de las escenografías de algún montaje solía escuchar a Mozart, “Così fan tutte”, y, a veces, cantaba “Don Giovanni”. Se sabía pasajes enteros».
Gafas y paletas usadas
Cuando a Setsuko se le plantean esa sombra polémica que sobrevuela habitualmente parte de su obra, ataja la cuestión y devuelve la pregunta: «Os dejo a vosotros pensar. Él solía decir que solo le importaba la opinión de aquellas personas que amaban y conocían el arte, pero le daba lo mismo lo que pudieran considerar todos los demás». El taller es una rectángulo enorme, de paredes de madera, con un gran ventanal en uno de los lados que ilumina el interior. Sobre el caballete se ve un óleo que el pintor dejó inacabado y también se conserva el sillón, hundido, con los brazos deteriorados y la tela desgastada en la que solía sentarse a pensar. Al lado, sobre una mesa, se ven sus gafas, que continúan en el mismo lugar y un cenicero con colillas. Debajo del ventanal se distinguen paletas usadas, los tubos de pintura, gastados y arrugados, y botes con nombres de colores. En un mueble, ordenados en botes, se pueden distinguir los pinceles de diverso grosor que empleaba. Pero el sol cae y la luz se vuelve gris en el taller. Setsuko invita a pasar a la casa.
Allí ofrece un té oriental, agasaja con su conservación, muestra un dibujo de Morandi, una foto dedicada de Cartier-Bresson (firmada Henri), otra tela sin terminar de Balthus, enseña su propio taller, explica que esta habitación, que ahora es un salón, y que llaman de Victor Hugo, porque es donde durmió el escritor al hospedarse aquí. «Todavía conserva la estofa de loza azul original». Es la misma que Balthus menciona en sus memorias y que compara con aquellas que aparecen las telas de Vermeer. Balthus, de una religiosidad con-fesada, jamás entendió, como Picasso, el paso hacia la abstracción que dieron algunos de sus compañeros, como su admirado Mondrian. Una incomprensión casi lógica en un pintor que acabó buscando sus influencias entre los artistas del Renacimiento, como Piero Della Francesca o Masaccio, que es hacia los que miró en su última etapa y de los que conservaba reproducciones de sus obras en el taller. Balthus paseó por la cornisa de la provocación en la década de los treinta, pintando a esas niñas con trazos y seguridad de mujeres adultas. Siempre negó cualquier connotación erótica y acusó de pervertidos a los que las miraban así. Para él eran una representación de la inocencia antes de perderse, asegura en sus memorias, aunque él no solía decir siempre la verdad. Lo que es indudable es que realizó estas piezas la misma época en que contrajo matrimonio con Antoinette de Watteville, en 1937, a la que retrató en «La Jupe Blanche» (1937), uno de sus mejores lienzos. Cuando ella, en primera instancia, le rechazó, él amenazó con suicidarse. Su amor obtuvo al final su recompensa. Ya solo le faltaba el éxito. Y la provocación, vende. Queda verlas para juzgar y saber si es como decía él o no.
Censura en el arte
El Museo Thyssen, como ha hecho la Fundación Beyeler, exhibirá en su exposición los lienzos más controvertidos del artista, como «Thérése Rêvant» (1938) –en la imagen de abajo–, que suscitó la polémica en el Metropolitan Museum de Nueva York, donde un visitante pidió que retirasen el lienzo. La Fundación Beyeler no ha tenido problemas con él, pero ha organizado talleres para que el público entienda al artista. En el Thyssen consideran que no hará falta ni eso. Para ellos no habrá polémica en nuestro país, donde se considera que el público es igual de adulto.