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Camarena se abona al «bis» en el Real

Es el momento ahora de hablar del protagonismo en la única función en la que ha cantado Camarena, que ha vuelto a reverdecer laureles y a tener que regalar, como ocurriera en la primera de las óperas citadas.
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Es el momento ahora de hablar del protagonismo en la única función en la que ha cantado Camarena, que ha vuelto a reverdecer laureles y a tener que regalar, como ocurriera en la primera de las óperas citadas.
Ya se habló aquí cumplidamente de la producción, ya añeja y repuesta por estas semanas, firmada por el avispado Damiano Michilettto, de este «L’elisir d’amore» donizettiano. Es el momento ahora de hablar del protagonismo en la única función, la de ayer mismo, en la que ha cantado Javier Camarena que, después de sus pasadas actuaciones en el mismo escenario en «La fille du régiment», «I puritani», «La favorite» y «Lucia di Lammermoor», ha vuelto a reverdecer laureles y a tener que regalar, como ocurriera en la primera de las óperas citadas, un bis.
Naturalmente, lo que el público aplaudió de manera insistente hasta lograr la repetición fue la conocida aria «Una furtiva lagrima», en la que Nemorino se ve embargado de felicidad al ver correr por la mejilla de la caprichosa y ansiada Adina esa lágrima furtiva ante el hecho de que él ha decidido ir a alistarse en el ejército y dejar la aldea. La interpretación fue cuidada en la línea, depurada en el fraseo, afinada en la entonación y ensoñada: en el fondo, alegre, como debe ser. Un canto nada quejumbroso o lánguido, como a veces se ha escuchado. Ataques certeros, «messe di voce», medias voces, filados (con la frase «lo vedo»), buen «legato», silencios estratégicos, los naturales agudos fulminantes –no escritos, pero impuestos por la tradición–, «volata» postrera bien dibujada y cierre en un hilo.
Ejemplar, aunque particularmente pueda preferirse una recreación más apasionada y exultante, no más cálida. La larguísima ovación obligó a ese bis, en el que el tenor se dejó llevar en mayor medida –aun contando con la escasa capacidad para el «rubato» del director Capuano– por la cadenciosidad de la página. Camarena ha vuelto a demostrar, en el curso de una madurez ya reconocida cuando anda por los 43 años, que posee un indiscutible control respiratorio, hábil en la sfumatura y en el filado. A la voz, la de un lírico-ligero, agradable, cada vez más próxima a la de un lírico a secas, bien esmaltada, no le falta cuerpo para Nemorino (sí para Edgardo), ni solidez, y llega estupendamente por la frescura de un timbre que en algunas notas puede recordarnos al del joven Di Stefano.
Es muy extensa –y lo demostró aquí en un inesperado re bemol sobreagudo– y posee un centro cada vez más carnoso y presente y un grave de momento suficiente. Maneja con habilidad el viejo truco del «portamento di soto» y controla sin problemas las agilidades, en las que, después de todo, su «particella» no es demasiado abundante, como prototipo de escritura vocal neobelcantista. Se defendió con mucha soltura en lo escénico, a lo que su figura rechoncha se presta. Se entendió a la perfección con su Adina, la zaragozana Sabina Puértolas, que mostró las dos caras del personaje, la adusta y orgullosa y la entregada y amorosa.
Llevada por el entusiasmo del tenor, brindó una soberbia reproducción de su aria «Prendi, per me sei libero»: entonada, ceñida en la coloratura, tornasolada y delicada. La voz no es voluminosa, pero sí dulce, agradable y manejada con exquisito gusto. Justísimo éxito.

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