Catalina de Aragón, una digna reina de serie
«The Spanish Princess», producida por HBO y que llega mañana a la televisión, narra la vida de la soberana, que ha sido injustamente circunscrita a ser la esposa del cismático Enrique VIII. Ella quiso cumplir con su papel diplomático y ser por siempre la Reina católica de Inglaterra
HBO lanza mañana una nueva serie histórica. En esta ocasión rinde homenaje a Catalina de Aragón. La producción ha sido rigurosa en el tratamiento de la Historia y bastante meticulosa en el atrezzo general.
HBO lanza mañana una nueva serie histórica. En esta ocasión rinde homenaje a Catalina de Aragón. La producción ha sido rigurosa en el tratamiento de la Historia y bastante meticulosa en el atrezzo general. No es la primera vez que el cine o la televisión se ocupan de esta singular mujer. Igualmente, la ficción novelera ha escurrido ríos de tinta sobre ella. Por lo demás, la documentación histórica y la bibliografía seria y rigurosa son, también, abundantísimas. Y es que no es para menos. Catalina nació en Alcalá de Henares el 16 de diciembre de 1485 y murió en el castillo de Kimbolton el 7 de enero de 1536. De Kimbolton fue trasladada a la catedral de Peterborough donde reposan sus restos. Catalina fue la hija menor de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla, los Reyes Católicos. Su función social, su presencia en la Historia, se deben fundamentalmente a que fue el instrumento de acercamiento entre la Península e Inglaterra, por cuanto se casó, sucesivamente con Arturo Tudor (1486-1502, Príncipe de Gales) y Enrique VIII (1491-1547). Tal vez conviene advertir que Arturo era el primogénito del matrimonio de Enrique VII e Isabel de York y que murió a los cinco meses de haberse casado con Catalina. Su siguiente hermano, Enrique, pasó a ser Príncipe de Gales y Rey de Inglaterra y Gales, inmediatamente tras la muerte del padre, Enrique VII. En España esta mujer ha pasado al acervo cultural colectivo prácticamente tan solo por ser la esposa repudiada del rey cismático Enrique VIII y poco más. ¿Puede circunscribirse su vida a eso? En la serie se nos hablará de una mujer altanera. Altanera es digna. Porque la dignidad fue una de las muchas virtudes que la adornaron. Dignidad por ser mujer, dignidad por la pertenencia a su linaje y dignidad por el destino que ella sentía tener encomendado: cumplir con su papel diplomático y ser por siempre la Reina católica de Inglaterra. El caso de Catalina en España es interesante: una vida casi olvidada desde el siglo XVI y, sin embargo, una mujer que suscitó afectos en sus días en Inglaterra y en otros lugares. Por ejemplo, a veces se repara en la muy alta consideración en que le tenía el inigualable humanista valenciano, Juan Luis Vives, que cuando publicó en 1523 su «De Institutio foeminae christianae» («Sobre la instrucción de la mujer cristiana») se lo dedicó a Catalina, porque poseía, le dice, «tanta santidad en vuestras costumbres y un tan generoso y magnífico ánimo, amigo de sagradas letras y buenos ejemplos» que merecía ser respetada y admirada por ello. Pero no fue el único humanista que se quedó absorto por las noticias que corrían por la cristiandad de aquella reina de Inglaterra. Erasmo de Róterdam definió a Catalina como «egregiamente docta». Y es que no se debe perder de vista que Isabel la Católica dedicó energías, tiempo y esfuerzo en que sus hijas aprendieran usos propios de mujeres, pero también disciplinas con las que dominar el mundo, a lo que estaban llamadas. También fue mujer de destacada belleza, aunque estas cosas de las beldades y las fealdades dependen de los ojos con que se vean, o las intenciones políticas que se tengan. Retratos coétaneos son los de Sittow y Juan de Flandes. Catalina fue, esencialmente, una infanta española (1485-1509) así como reina de Inglaterra (1509-1527/1536). Ya con seis años había vivido en los campamentos militares establecidos en Córdoba, y había sido testigo de la rendición de Granada. Supo de primera vista de la expulsión de los judíos. Y, por si acaso aquello fuera poco, supo de la llegada de las primeras noticias del Nuevo Mundo. Acostumbrada a la presencia de su padre, aprendió de él, y de la madre también, de que de todos los enemigos de su Casa de Trastámara el peor era el francés, al que había que acogotar, y que el mejor amigo era el portugués y que la grandeza se vería si se lograba una unión con la Casa imperial de Austria. Y vivió cómo su hermana mayor Isabel se casaba en Portugal, Juana en Flandes (y Juan también), ella misma en Inglaterra. Y vivió muchas penas acaecidas en su juventud. El embajador de Inglaterra pidió su mano en Medina del Campo cuando tenía tres años y su futuro esposo, Arturo Tudor, dos. El caso es que el 17 de agosto embarcó en La Coruña..., y que Arturo, Príncipe de Gales, murió el 2 de abril de 1502, sin habérsele abonado la dote comprometida, ni consumado el matrimonio. La situación que se planteaba era a todas luces peculiar: por un lado, el rey Enrique VII acababa de enviudar y requirió a Catalina, a lo que Isabel la Católica se negó. El nuevo Príncipe de Gales (el futuro Enrique VIII) tenía once años; la princesa viuda Catalina no era princesa porque si no había abonado la dote, ni consumado el matrimonio... Así que hubo pronto voces que pidieron el regreso a España de aquella corte de extranjeras radicada en Durham (en las que la gran asesora era la aya doña Elvira, y que yo sepa, sin apoyos de negras o mulatas). Se intentó. Pero, también, las negociaciones diplomáticas imprimieron un nuevo rumbo a la situación, porque el 23 de junio de 1503 se firmaron las capitulaciones matrimoniales entre el futuro rey de Inglaterra, Enrique, y Catalina, la viuda de su hermano. Se pidieron dispensas a Roma y se decidió esperar tres años antes de la bendición del matrimonio. En el entretanto murió Isabel I. En Inglaterra se lo pensaron de nuevo y, viendo la quiebra institucional en España tras la muerte de Isabel, denunciaron el matrimonio. Parecía más interesante la estrella de Leonor (hija de Juana y Felipe), que no la de Catalina, a la que se le pasaba el arroz en política. Si Catalina había quedado en cierto desamparo al principio de su viudedad, ahora volvía a encontrarse aislada. La crisis política en Castilla y Aragón era más importante que el destino de la infanta viuda. Pero el caos en Aragón y Castilla se empezó a resolver con la muerte de Felipe el Hermoso y la regencia de Fernando. Juana, la reina viuda de Castilla, podía servir a Enrique VIII como pie puesto en el sur. A los ingleses no les parecía que desvariara. Empezaron nuevas negociaciones.
embajadora en londres
Con audacia, Fernando nombró a su hija Catalina su propia embajadora en Londres. Era la primera embajadora en la cristiandad, que es tanto como decir en Europa. Tendría que lidiar con los años y las posibles deslealtades de embajador De Puebla, que era el legado ordinario. Inmediatamente, a solicitud de Catalina y como apoyo a su gestión se mandó a otro personaje crucial: Gutierre Gómez de Fuensalida, hombre áspero cuando la situación lo requería. No sin problemas, y mediando la muerte de Enrique VII y algunas noticias alarmantes sobre Juana I, se cerraron las capitulaciones matrimoniales entre Enrique VIII y Catalina de Aragón. ¡Tanto despliegue diplomático y político para lo que pasó después! Durante su matrimonio dio a luz seis veces, indistintamente varones y hembras. El caso es que, en su mayor parte, los vástagos morían nada más nacer, si no es que habían nacido muertos. Solo una mujer sobrevivió: María I de Inglaterra (1516-1558), que se casaría con Felipe II, que fue rey consorte de Inglaterra. Enrique VIII al verse sin descendencia masculina se aferró a que el matrimonio morganático, cuando no la propia Catalina (a la que admiró durante toda su vida), estaban malditos. Si a ello unimos que fue seducido por una dama de la casa de Catalina, Ana Bolena, y otras circunstancias históricas más complejas, podríamos atisbar que alrededor de 1525 saltara por los aires una virulenta crisis política, religiosa y al final social: la conocemos como la «Reforma en Inglaterra». Tras casi un penoso decenio de defensa de sus intereses y de su dignidad y la de su hija, así como de su destino; viviendo los avatares de la sangrienta ruptura de la catolicidad en las islas; aislada en el castillo de More (entre 1531 y 1532) y luego en el de Kimbolton y desde luego no muy defendida por su sobrino Carlos V, murió la legítima y única reina de Inglaterra, como le gustaba llamarse, el 7 de enero de 1536.