“Chatín, yo soy simplemente de derechas”
La última vez que comimos juntos fue en el Goizeko Kabi, en Madrid. Era verano, y Arturo apareció con una chaqueta azul de lino, muy ligera, y una camisa rosa, o quizá fuera fucsia. “Los hombres que tienen miedo a ponerse una camisa rosa es porque no están seguros de serlo”, sentenció hablando de las prevenciones que ese color despierta o despertaba en los machos tradicionales. Era (cuánto cuesta escribir en pasado) uno de los tipos más elegantes que he conocido, y lo era por dentro y por fuera. Elegante, etimológicamente, es quien elige bien. Arturo elegía muy bien su indumentaria y a sus amigos, también sus ideas y sus obras de teatro. Una vez me dijo que el secreto de la elegancia radica en dejarse asesorar por las mujeres elegantes. “Y en no engordar: ¿te imaginas a Cary Grant con tripa?”
Tiempo atrás me había invitado a cenar en su casa. El taxista me dejó en la puerta exterior del chalé y tuve que caminar en la noche hacia la casa por el jardín. Y allí se lanzó sobre mí uno de sus perros, un pastor alemán grande y muy guapo, por otro lado. No fue nada: unos leves arañazos en el pecho producidos por sus patas al abalanzarse no sé muy bien si para intimidarme o darme un abrazo de bienvenida. Carmen, su mujer, me llevó al baño y me lavó los rasguños con agua oxigenada. Llegó Arturo, esta vez con una camisa de seda azul celeste, y tras disculparse por el pronto del can, comentó: “Se me olvidó decirte por teléfono que si se te acercaba alguno de mis perros, dijeras bien claro y alto que eras de derechas”.
Había escrito en una semblanza que Arturo era una especie de “anarquista de derechas”, como decía Berlanga de sí mismo. Le faltó tiempo para llamarme: “Chatín, que no, que para nada; yo soy simplemente de derechas; los que dicen que son anarquistas de derechas sólo quieren disimular que son de derechas, y ése es el mal de la derecha española: que
se mira en el espejo y no se gusta nada; dicen lo del anarquismo como antes los maricas decían que era bisexuales, ¿te acuerdas?”.
Volviendo a la comida en el Goizeko: Arturo estaba muy preocupado sobre todo por el procés. Se le calentaba la boca, y eso que estábamos tomando una vichyssoise. ¿”Y tú cómo lo ves”?, me preguntó. “Mal, muy mal. Me acuerdo de lo que dijo Ortega y Gasset hace casi cien años, cuando era diputado en Cortes: “El problema catalán no tiene solución; sólo podemos aprender a convivir con él”, respondí. “¿Eso dijo Ortega? Pues además de filósofo era profeta”. Fuimos a tomar el café a una terraza, para poder fumar, pues Arturo, como Foxá, hacía tiempo que había pasado de la trilogía “patria, pan y justicia” a la de “café, copa y puro”.
Hablando de las cosas que nos pasan, saltando de un tema a otro, Arturo bebió un sorbo de whisky y sin dejar de mirar a la gente que circulaba por la calle, dijo como si acabara de encontrar la inspiración en el paisaje, en el público: “¿Sabes qué es lo peor que le pasa a esta sociedad? Que la gente cree en las soluciones falsas más que en Dios. Algo he aprendido en estos casi noventa años, chatín: hay cosas que no tienen arreglo. Pero ¿quién se lo cuenta?”
Y callamos un momento, como si después de eso ya sólo quedara fumarse un puro.